Y a habíamos estado repetidas veces al pie del hermoso roque. Su forma curiosa y altanera, cual columna de un templo del Sol domina la enorme llanura. Como la fiera se acerca a su presa para clavarle sus garras, así buscamos un punto flaco en el costado del invencido centro de la Isla...” Hermann Rauscher, Jorge Wolfrehmied y Juan Langenbacher hacían cumbre en el Roque Nublo por primera vez el 20 de junio de 1932. Eran tres alemanes afincados en Gran Canaria, especialistas en trabajos portuarios en La Luz, que enfilaron los últimos 63 metros de farallón tras tres días de tentativas, fracasos, sustos y una prohibición.

 

El relato publicado en el periódico LA PROVINCIA el 2 de julio, “tras enterarnos de que días pasados apareció en lo alto del hermoso Roque una banderita y desde Tejeda divisaron con el natural asombro las siluetas de seres humanos como demostración de que ya estaba vencida la fiereza del Gigante”, rezuma la épica de unos tiempos en los que practicar una ascensión de este fundamento requería de algo más que calzarse unos pantalones bávaros.

 

Con cuerdas de pita, botas bastas, estacas, martillos, buriladores y pernos encargados a un herrero, algunos en aquella épocas moldeados a partir de ballestas de coches ingleses, pero en todo caso, “modernos medios de alpinismo”, según explica el cronista Germanus, iniciaban el ataque el sábado 18 de junio con dos derrotas, entre ellas una caída “parada a tiempo”, para luego pasar la noche “algo acobardados” en la cueva de su plataforma. “Los últimos rayos del sol”, aclaran en la interviú, “iluminaron al invencible inundándolo de un fuego intenso, como si quisiera burlarse de nuestro fracaso”.

 

Al día siguiente ganaron 46 metros, con otra mecánica de ascenso y el día 20 -otros reportes lo sitúan en el día 17-, “con un cabo de 100 metros” y “pe-nosamente e impertérritos seguimos avanzando”. A los alemanes, a esas alturas de fara- llón, ya no les movía, subraya la crónica, “ni la distracción ni el deporte, sino un rudo trabajo lleno de peligro”. Floro Caballero, 31 años, secretario del grupo montañero Izcagua y director de la Escuela Canaria de Montaña, se pone en la piel de aquellos tres pioneros que abordaron el hito casi a pelo.

 

Caballero estima que aquella ascensión tuvo que ser “muy dura y muy costosa porque tenía que subir uno, quedarse en equilibrio y abrir a martillo y a burilador para meter el seguro (o clavo) siguiente. Luego subir medio metro más y volver a hacer la operación. Cuando se cansa baja todo el ascenso ganado y sube de nuevo un compañero que le sustituye”.

 

 

El dueño del Nublo.

Es en este trajín de ir y venir cuando llega la inevitable dosis de idiosincracia de la tierra, al presentarse un señor que se dijo dueño del Roque Nublo y les prohibió escalarlo. El grupo le convenció de su “idealismo deportivo, libre de toda idea ganancial” y rian a la cima. “Desde la salida del sol hasta las diez de la mañana se vencieron los últimos metros, y con un júbilo indescriptible pisamos los primeros la plataforma del Nublo, cubierta de hierba”.

 

El trío permaneció en la pequeña cima, en la que apenas caben unas cuatro personas, a pesar de que el farallón constituye uno de los monolitos más grandes del mundo, hasta el atardecer. Allí plantaron una pequeña bandera, y desde tierra, los tejedenses que los avistaron respondían a los gritos y a los silbos.

 

Esa expedición, que gozó de “la hermosísima vista sobre casi la Isla entera” no encontró allí rastros de escaladas anteriores, algo que se había intentado durante la I Guerra Mundial. Pero, ¿y antes de la Conquista no subiría alguien? Julio Cuenca, arqueólogo, asegura que no existen indicios de la presencia de los antiguos canarios en la cima del roque, monolito que para los indígenas tenía un alto valor simbólico, como muestran las cuevas excavadas en Acusa Seca, en la Mesa de Acusa o Cueva Caballero, y que son auténticos miradores enfocados al Nublo y su vecino Bentayga. Pero sí considera que los canarios podrían tener suficiente geito para su ascenso, y lo explica con un más que intrigante ritual que fue retratado en las crónicas de Abreu Galindo, Marín y Cubas o Viera y Clavijo.

 

En esos textos se asombran de la costumbre de los canarios de subir cargados con enormes palos a la espalda, de mayor valor entre más grandes y pesados, y encajarlos en lugares imposibles, “que parecen inaccesibles sin las modernas técnicas de escalada”, especifica Cuenca, como los que ahora se están estudiando en Inagua, en el barranco del Caidero de Las Niñas y en Morro Gonzalo, puntos en los que han aparecido enormes troncos de pino. Y de hecho, en otras crónicas sobre los irreductibles a la ocupación, los castellanos se quejaban de marearlos y espantarlos, apareciendo por donde jamás se los esperaban.

 

De vuelta a los años 30 del siglo XX, con la gesta de Hermann Rauscher, Jorge Wolfrehmied, y Juan Langenbacher quedaba franqueado el acceso al Roque Nublo, gracias a la apertura de la conocida como Vía Alemana, aún hoy, 81 años después, el acceso más popular a su cumbre.

 

 

Cambio de bandera.

Hay que resaltar que los alemanes iniciaron la escalada desde la banda de Tejeda, desde el fondo del barranco, superando 81 metros de altura, de los que 31 corresponden al monolito medidos desde el conocido como El Tablón del Nublo, al que hoy se accede cómodamente caminando para iniciar la trepada. Caballero explica que después de los alemanes “pasaron años”.

 

La segunda la realizan los también alemanes Enrique Rindel, Cheminits, Markersdorten y Rust Müller el 5 de febrero de 1933, pero para llegar a la tercera, que fue la primera nacional, hay que esperar hasta el 31 de diciembre de 1946, cuando hacen cumbre un grupo de los Montañeros de la Falange Juvenil de Franco: Emilio Feito, Santiago Heredero, Mario Tecglen, Carlos Panadero, Agustín Bardaji y Manuel Gómez en 25 horas. Sobra decir que celebraron con un Cara al sol el cambio de bandera. Siete años más tarde, el 30 de diciembre de 1953, se produce otra hazaña en condiciones, una de las subidas de más renombre, protagonizada por el grancanario Juan Suárez Herrera en solitario y a partir de los primeros 30 metros.

 

Era una escalada de montaña en lo que, como explica Floro Caballero, la idea fundamental es la de llegar a la cima. En ese contexto se crean posteriormente los grupos montañeros, como el San Bernardo, también asociado a la OJE, o el independiente Gran Canaria, o el Guaires, del entonces presidente de la Federación Grancanaria de Montaña, Paco Quintana, un mito con vía propia cuyo nombre comparte con la de ENAM, siglas de la Escuela Nacional de Alta Montaña. Eran los tiempos de Manolo Cardona, que también da el nombre de una de las 11 vías -algunos apuntan 12 y sus múltiples variantes-, y que se empeñó en abrir una subida, la llamada directísima, que es la que sube enfilada desde la base a la cima total de cumbre. En los años 60 escaló el monolito Andrés Cacereño, que reporta la foto de esa época. Nacido en el 48, enfila la odisea con 18 años.

 

Llegar al lugar “ya era una hazaña”, recuerda Cacereño, “en los coches de hora de Aicasa hasta Cruz de Tejeda. Luego había que caminar por los Llanos de La Pez con el material, mosquenos, clavijas -algunos de ellos se encargaban y se hacían en una herrería de la calle Cano-, cuerdas ya de nailon, pero algunas de pitas, y un paisaje de pinos de medio metro y toda la Cumbre pelada...”

 

 

El caldo de papas.

Hacer cumbre “con 18 años”, se emociona, “fue algo extraordinario. Era el único roque que se nos resistía. Habíamos subido el Bentayga, el Fraile, todos... pero el Nublo se resistía. Subimos en dos cordadas, la primera hizo noche arriba, y la segunda, la mía con Peraza, se empezó por la mañana. Arriba nos reunimos y celebramos todo lo que había que celebrar.

 

Pero quedaba una sorpresa. Cuando regresamos por Ayacata pasamos por delante de la casa de una señora que nos puso un caldo de papas. Eso fue impresionante. Tan impresionante como la escalada. Llevaban horas oyéndonos en la ascensión -porque era tanta aquella soledad que los gritos nuestros subiendo y bajando se oían en toda la cuenca-, y nos preguntaron si estábamos locos. Aquella mujer nos dio de todo lo que tenía en casa...”

 

De la siguiente generación, en los 80, ya en la frontera entre los zapatones y los pies de gato, o los llamados friends y diversos tipos de empotradores que facilitaban y tecnificaban el ascenso, se pueden citar, entre otros muchos, a los hoy ingenieros Rafael del Castillo y Jason Curiá. Un belén y una mala noche.

Del Castillo, nacido en el 69, se acercaba al Nublo “ya muerto”, tras caminar y hacer dedo desde Cruz de Tejeda con sacos de dormir, cocinas y todo el material. Con apenas 15 años ya había subido por los filos de Ayacata, en mayores alturas que las que ofrece el Roque, “pero teníamos una curiosidad tremenda. Arriba había un libro de firmas, y también colocaban un belén en Navidades.

 

Nos decidimos Jason Curiá, Carlos Martín y yo, y la verdad es que estaba un poco asustado, nervioso, sí. Había practicado un par de semanas antes los rápeles, porque lo primero que practicas es la bajada. Hay que explicar que a nosotros lo que siempre nos ha gustado es la escalada de aventura, que es lo contrario a la deportiva, que con dos dedos flexas, pero que en 10 metros te has desfondado. Y en una de las incursiones tuvimos una aventura...” En realidad, un desalante episodio, “aunque ahora nos reímos”, y que recuerda perfectísimamente Jason Curiá, que a fin de cuentas la riscadera a punto se la lleva él. Habla Curiá.

 

“Éramos chiquillos y no conocíamos la vía” (en este caso la Alemana). No sabían que en ese mismo día se producía el cambio de horario de verano a invierno, y además con alerta por temporal. “Y nos cogió la noche ya arriba por sorpresa. En apenas un momento nos encontramos en una situación de pura supervivencia. Comencé a bajar y se enredaron las cuerdas.

 

Me quedé una hora colgado en la pared, tratando de explicar la situación a Rafael y a Pedro Jiménez. Tuve que volver a subir como Tarzán, en medio de un temporal, colgado ahora de un brazo, luego del otro... un follón... algo terrible”.

 

Pero Curiá sigue escalando. Treinta años arañando las paredes, desde unos tiempos en los “que te podías pasar el fin de semana durmiendo en la Cueva de La Rana en el que no aparecía nadie”, sin comida, salvo las manzanas que se apañaban en los manzanos de Llanos de La Pez, con tal de sentir, abrazar y ascender por el Roque de los escaladores y otear desde su cima los cuatro puntos cardinales de esta explosiva Gran Canaria.