Existe, “a dos leguas de esta Ciudad Real de Las Palmas, en término de Terore, la montaña Doramas, que es la más fértil arboleda que hay en estas partes, y de mucho agua; que no hay que se corte que al año no le falten al pie gran copia alrededor de pimpollos nacidos, y de muchas altas palmas, que de fuera dan gran contento a la vista. Tiene grandes frescuras, fuentes, árboles y espesura, que estando dentro de ella, apenas se ve el sol ni cielo. Hay en ella gran diversidad de aves, que hacen suave y concertada melodía con su canto”. Abreu Galindo, Historia de la Conquista de las Siete Islas de Canarias. 1602.

Y sí. Algo tenía la selva que cobijaba a la actual Teror, a los altos de Arucas, a Moya, Firgas y Valleseco que, junto con Abreu, se apuntan a lanzarle encendidos, cuando no cursis piropos otros tantos cronistas de las últimas luces de los antiguos canarios y las primeras sombras que trajeron los castellanos. El asunto era cantarle a una monumental arboleda de laurisilva que fue pasto del hachazo conquistador cuando los canarios ‘sueltos’, es decir, los que permanecieron en rebeldía tras la llegada de las tropas, tomaron el abigarrado y complicado sitio como refugio y comando central de incursiones y guerrilla.

Vicente Hernández Jiménez, el penúltimo cronista de la villa de Teror, dejó para la posteridad un más que sabroso libro titulado Aproximación a los orígenes de Teror, en el que recopila los retales que dejaron durante siglos los antiguos pobladores que se posaron en aquél bosque y sus riscos.

Riscos como el de La Guanchía, casi en la cancela de la villa desde la ruta que la une con Arucas, de los que también se sorprende el hoy desaparecido Hernández por una toponimia que en realidad viene a ser una exclusiva, “de los habitantes de Nivaria”, la Tenerife de enfrente. La Guanchía forma un complejo troglodita como tantos otros de la Gran Canaria prehispánica, con una veintena de cuevas naturales y artificiales que miran a naciente, casi en obligado cumplimiento de la mecánica demográfica de los isleños.

Organizado en dos pisos o andenes en él se ha constatado su uso indígena gracias a unos pocos restos humanos que se encuentran en el Museo Canario, retales de cerámica y de un molino naviforme, pero que al estar totalmente reutilizado por los nuevos grupos durante y tras la Conquista, hasta evolucionar como un pago riscado de casas empotradas, no se puede considerar un yacimiento al uso, solo un punto de partida de lo que pudo ser el Aterura del que habló el cronista real Andrés Bernáldez a finales del XV y al que dio categoría de cantón propio.

Estas ‘casas empotradas’ forman un ligero lío de cuestas que se saltan algunas leyes de la física, y un buen rebumbio de paredes, objetos y atarecos, de tal forma que no se sabe donde empieza una liña y acaba la otra. El escritor y periodista grancanario Francisco González Díaz, (1866-1945) y que eligió sus últimos años para vivir “como un cartujo” en Teror, sí que no se anda con metáforas con La Guanchía del siglo XIX, un “pago troglodítico”, dice, “entre pedregales y nopales. Nada más bárbaro, más sórdido que su aspecto. Las cuevas se abren en la roca como antros, como cubiles; pero dentro de ellas, perfectamente acondicionadas, hasta agradables y cómodas, reina un relativo bienestar. Todo ha sido allí dispuesto para facilitar y embellecer la vida simple de sus moradores. Cada gruta tiene lo indispensable, conforme a las necesidades primarias de aquella gente estacionada en la edad de piedra”, para luego relatar que de alguna manera igual vivieron los guanches (sic), “raza gigantesca que podía decir llevaba encima la enorme pesadumbre de los montes de la región”, y que, “tuvieron en jaque a los conquistadores castellanos”.

De vuelta a Hernández, el cronista maquina la hipótesis, cada vez más aceptada, de una Guanchía grancanaria -también existe la Guancha, en Gáldar-, ocupada por oriundos de Tenerife como resultado del trasiego de personas por todo el Archipiélago en condición de esclavos, sometidos para desastrar resistencias y hacer el trabajo sucio posterior, entre estos últimos el de arrasar, como taladores de las tropas Pedro de Vera, por ese bosque de brezos, mocanes, granadillos, viñátigos, laureles y barbuzanos, primero para crear ojeros donde ‘descampar’ a los furibundos irredentos que quedaron tras la rendición de Ansite, y ya luego para dar fosnalla a las calderas de trapiches e ingenios, levantar casas y armar buques.

Pero antes de eso aún, de la Guanchía anterior a la llegada de los europeos, el mismo autor subraya un probable uso de las cuevas que también se da en otras muchas que salpican la ruta de la prehispánica trashumancia desde el litoral hasta las cumbres.

Al igual que ocurre con Cuevas del Gato y Los Corrales, entre Telde y Santa Brígida, esta preguanchía tiene muchos visos de presentarse como una parada de fortuna para pastores, en una singular infraestructura de servicio.

Así, y recogiendo los estudios del satauteño y catedrático emérito de la Universidad de Sevilla Francisco Morales Padrón (1923-2010), estas cuevas se ajustan a aquellos “silos o casas de cebada”, equipadas con el “menaje para tostarla y molerla, así como esteras para dormir y palos para sacar fuego a disposición del necesitado, porque en tales refugios podía acogerse cualquier indígena al que la noche cogía desprevenido, refugiándose en este depósito o tambo donde le estaba permitido usar su contenido siempre que lo comunicara al encargado para reponer lo consumido...”, lo que supondría un más que moderno sistema de avituallamiento que hoy, cinco siglos después, aún practican algunos de nuestros pastores. 

 

Por Juanjo Jiménez