“Entre las cosas dignas de mencionarse está la montaña de Doramas, que mirando hacia el Norte, tiene aguas fresquísimas, cerros amenos y sitios extraños, y cuevas toscamente hechas, y varias clases de árboles en número infinito...” Este era el cuadro que pintó el ingeniero Leonardo Torriani, en su obra Descripción e historia del reino de las Islas Canarias, escrita en 1588, del entorno de la Selva de Doramas, en cuyas lindes se encuentra el sin par yacimiento de La Montañeta, en Moya, concretamente en el barrio de Trujillo, y que es uno de los conjuntos arqueológicos más llamativos de Gran Canaria.

Es este además, un yacimiento de lo más animado, que sigue hoy con algunas de sus cuevas funcionando de depósito, aunque evidentemente con distintas cosas que depositar.

En la entrada del complejo, que abarca siete grandes grupos habitacionales y de silo, se encuentra Perico Quintana, que va “andando a los 89 años por cumplir”, y disfrutando de lo que él mismo denomina una “cueva de canarios”, dentro de un entorno miniaturizado de pájaros, aguacates, millo, naranjos y unas ranas de gran escándalo. Antes de él tener la cueva allí vivían “unos suegros, su hija y yerno”, en tan escueta estancia, “pero que tenían dividida en dos cuartos, que se separaban con unos sacos tiesos, que estiraban en una liña después de echarles un albeo”. Y antes de eso, en generaciones previas, ya los canarios propiamente dichos.

Desde ese punto a la cumbre, pasando por lo que fuera el centro de la laurisilva de Doramas, se llega en tres horas. Perico da los tiempos, que no en balde fue durante años pinochero “cuando las crisis sí que eran crisis como Dios manda, porque lo de ahora lo que estamos es jeringados, que es cosa distinta”.

El lugar de La Montañeta es una novelería de impacto. Enfrente tiene uno de los caideros más lucidos de la Moya entera. Y hacia costa un inacabable paisaje de volcanes. Primero el de Arucas, luego el de Cardones por detrás, y al fondo del mundo los tres de La Isleta. La propia Montañeta es la espalda del cráter de otro volcán, y van seis.

Rian camino abajo por el nuevo pavimento casi recién colocado por el Servicio Insular de Patrimonio Histórico del Cabildo grancanario, se va llegando la hilera de oquedades, lapilli puro en realidad, con un material de lo más endeble, prácticamente hecho cisco, horadado por lo que serían sus buenas burbujas de gases, piroclastos, bombas volcánicas, y otros fenómenos, incluidas sus escorias. El rebumbio da para colores: del negro picón, al verde mosca y el rojo óxido.

Es la segunda fase del yacimiento, que sigue tan, o más, animado. Sin cita previa allí se encuentran limpiando y valorizando en el conjunto 4, los arqueólogos Félix Mendoza y Tinguaro Mendoza, de la empresa Tibicena. Arqueología y Patrimonio, que codirige Marco Moreno.

Los dos Mendoza funcionan con un generador, libreta, y sobre todo mucha brocha y apero de retirar. Félix anda como en el interior de la tierra, embutido en un estrecho hueco del que sale como un hurón pero con linterna frontal.

Invita a la visita a ver lo que para él es una de los mejores ejemplos de la argamasa con la que los antiguos canarios sellaban los silos, de tal eficacia que no la supieron mejorar los castellanos. Allí está la hilera de masa blanca con lapas y palos funcionando de relleno.

En el suelo, seleccionados en bolsas de plástico con etiquetas, los restos de cerámica del día, que corresponden a unos enormes gánigos “que no se usan con fines domésticos por su gran tamaño”, apunta Félix, “sino que más bien corresponden al almacenamiento para unas buenas cantidades de grano”. De La Montañeta han salido molinos, semillas de trigo, cebada e higo.

Pero lo que también les va de verdad a Félix y Tinguaro es imaginar La Montañeta antigua: “En la frontera de la Selva de Doramas”. Es decir, “un lugar apetecible para fabricar cestería, guardar ganado y todo un hábitat favorable”, como demuestra la permanente ocupación de antes y después de la Conquista y que, según los análisis, se remonta al menos al siglo VIII, lo que lo coloca como uno de los graneros más antiguos de la isla que haya sido documentado hasta el momento.

De su selva anexa se escribió en la llamada crónica Lacunense, copia realizada en 1666 del relato del siglo XV que algunos atribuyen al alférez Alonso Jáimez de Sotomayor: “Al fin los Canarios se juntaron, y hicieron consejo en el qual se halló el valeroso Doramas, hombre valentísimo y de grandes fuerças que por sólo su valor se auía hecho Rey y señor del valle y montaña que oy se llama de Oramas, que es de las fértiles de España, y que se save pueden onde cortar un pie para el año siguiente alrededor están nasidos diez, y doze algunos a modo de haula más altos que una lança que parecen de siete u ocho años...”

En ese entorno los primeros habitantes tenían a mano los recursos propios de un abigarrado bosque, con sus maderas, los frutos del mocán y otros entretenimientos, pero también estaban, en el caso de La Montañeta, a tiro de tosca de la marea, a un rato de camino: “Partió Diego de Silva de noche y fue al puerto de Agumastel, junto al bañadero de los canarios; y a la madrugada tenía toda la gente en tierra y puesta en orden, (...) y fue subiendo una cuesta alta, áspera y muy espesa de árboles y matas y palmas”, cita Abreu Galindo, dando una de las pistas del nombre de Agumastel, topónimo relacionado con la llamada Selva de Doramas.

Félix y Tinguaro dejan los atarecos de prospeccionar y rumbian camino arriba, para entrar en veredos más propio de cazadores, con tuneras giratorias y diversas púas de sangrar. Garantizan que va a haber sorpresa: la cueva de las siete puertas. Y efectivamente que sorprende, sobre todo si se entra por su pequeña gatera para encontrarse de remplón con una sala XXL, que al entender de Félix puede que sea no solo la mayor de la Isla, sino del Archipiélago, utilizada antes de la Conquista. Es el momento de quedar en silencio.

 

Por Juanjo Jiménez