Profundiza como pocas veces se había visto en la pantalla en un tema harto delicado y hasta escabroso, el de los sacerdotes apartados de la vida pública por la jerarquía eclesiástica y recluidos en lugares recónditos y escondidos en los que expían sus pecados. En todos los casos que vemos, cinco en total, el motivo de su «destierro» tiene que ver con la pedofilia o con el sexo, que es, además, objeto de largas y minuciosas conversaciones que arrojan luz sobre el particular. Y hay que adelantar al respecto que el director Pablo Larraín, sin duda el más interesante del actual cine chileno -conocido internacionalmente por su espléndida No , la única estrenada en España-, ha efectuado un trabajo sumamente interesante y revelador que se hizo con toda justicia con el Premio Especial del Jurado en el Festival de Berlín.

La notable interpretación del breve reparto es factor de peso para que la historia, con inevitables dosis de morbosidad, adquiera la consistencia y el rigor exigibles a un relato de este tipo. Los cuatro protagonistas son sacerdotes maduros que viven una especie de encierro, apartados de la sociedad, como castigo de la Iglesia por haber pecado. Viven en una mansión aislada de la costa de Chile, en una especie de régimen de ejercicios espirituales, al cuidado de una monja y obligados a mantener una severa disciplina que se traduce en un encierro casi permanente que solo puede romperse un máximo de dos horas por las tardes asistiendo al pueblo más cercano pero sin hablar con los vecinos.

Aunque la tensión se adivina en el ambiente, el clima se enrarece todavía más cuando se incorpora al grupo otra persona, un hombre que parecía hablar desde la superación e incluso la jerarquía. Con un magnífico guión del propio director, con la colaboración de Guillermo Calderón y Daniel Villalobos, Parraín se introduce con minuciosidad en un terreno más que resbaladizo y lo hace sin tapujos.