Nunca he soportado a los tarugos. Personas que parece que solamente contienen serrín en sus cabezas las hay por todas partes. Basta salir a la calle cada día o asomarse a ella por la ventana televisiva para corroborar lo mal repartido que está el mundo. Que no solo hay desigualdad económica. Que de la misma manera que hay ricos y pobres también los hay brillantes y tarados. Como si unos se hubiesen apropiado de las neuronas de otros. Después está otro grupo que me saca de quicio. El de los subiditos. Cuando se trata de ineptos pongo pies en polvorosa y me protejo a bien recaudo. ¿Pero qué ocurre cuando esos que están como tres escalones por encima del resto encima cuentan con cabezas muy bien amuebladas? Entonces brota el conflicto. Envidia. Complejo de inferioridad. Pérdida de autoestima. Todo es posible ante esa situación.

Me ocurre desde hace años, y confieso públicamente el que puede entenderse como un cierto grado de masoquismo, con mi estrecho seguimiento a TV3. Hablo de mucho antes de que se hiciese pública la sentencia del procés. Muchos meses y años antes del 14 de octubre. Lo que allí se ve y se oye no se huele en ningún otro medio. Pero más que las palabras, tan importantes, lo que me deja boquiabierto es el tono. Juegan en otra liga. Atraviesan líneas rojas que nadie osaría cruzar con el aplomo de quien tiene bula para todo. Lo visto y oído en Preguntas frecuentes los sábados por la noche o en el nuevo Planta baja en las matinales muestra cómo un medio público puede instalarse en un mundo paralelo sin que nadie le tosa. Y miles de trabajadores, por convencimiento, porque las nóminas obran milagros, o por ambas cosas, son copartícipes de ese show de Truman con absoluta fidelidad a la causa. No es que estén subidos. Es que están subidísimos.