Si la política lleva tiempo con el pescuezo salido, tratando de asomarse como sea por el balcón, tratando de llamar la atención con pirotecnias verbales, plantes de folclórica, con acciones que tienen más que ver con las performances teatrales que con la serenidad esperada, que tienen más de foto de consumo momentáneo cuyo brillo dura lo que dura un titular en el periódico o, peor, en un informativo, una especie de clínex que mientras se arruga ya empieza a destruirse en el olvido, si la política de nuestros partidos va por ahí dando codazos, pensando no en los problemas de la gente sino en llamar la atención de la gente para arañar, como un fatuo niñato con aspiraciones de fama, una atención que también es fungible, ni siquiera hay que ser muy espabilados, y de verdad que yo con esto de la política no lo soy, para ver cómo queda todo cuando se trata en la tele.

En la tele la política se trata con apariencia de ser muy importante, dedicándole un tiempo a la altura de su trascendencia, y no hay programa, salvo excepciones, que no se acerque a la actividad parlamentaria, gubernamental y partidista, y por eso abundan las tertulias y los tertulianos, y en apariencia parece que se lo toman con seriedad, y sobre todo con rigor.

Pero aquí es cuando servidor, perdonen la grosería, se orina vivo. Venga, me fijo sólo en algo que se arrastra desde el lunes de esta semana, es decir, desde el día en que echó a andar la XIV Legislatura con el discurso del Jefe de Estado, Felipe VI. Y hablo de los famosos aplausos de Podemos. Qué aburrimiento, de verdad.

Llevan con el análisis de las palmitas, más suaves, menos suaves, cinco días. Lo del vestido de la reina e hijas, para otro día. Ah, y en todas las tertulias, sin excepción.