Concluida la Olimpiada de Londres, se nota algo así como un pacto tácito para sobrevalorar los resultados deportivos y atléticos de la representación española. Menos medallas que en Pekín y bastantes menos que en Barcelona traducen un retroceso incuestionable. Las expectativas frustradas lo fueron en gran parte por ausencia de grandes profesionales lesionados, lo que puso nuevamente en primer plano el debate de la pureza perdida en estos grandes encuentros cuatrienales. Los juegos olímpicos ¿son para amateurs apoyados por sus países o para profesionales multimillonarios?

Condicionada o no, la mezcla no es coherente con la retórica idealista que predican comités, gobiernos y presentadores, llevados de un ardor neohelenístico que se da patadas con el nacido en Olimpia 800 años antes de Cristo. Más allá del ritual, esa cínica comparación se refleja muy bien en la excelente película evocada en la ceremonia inaugural de los juegos de Londres, Carros de fuego, de Hugh Hudson, cuando el presidente y el rector de Cambridge reprochan al atleta Harold Abraham que se entrene con un preparador profesional. La sinceridad del universalismo olímpico también queda en entredicho con las reticencias de ambos por la raza judía del atleta y el origen árabe del entrenador. Cuando Abraham gana la carrera estrella de la Olimpiada (París, 1924), todo es satisfacción en el neogótico despacho universitario: ellos ya le sabían ganador. Gütes ende, alles güte, según el no menos cínico proverbio alemán.

Valorando primordialmente el esfuerzo amateur, reconocemos que sin profesionales como los hermanos Gasol, por ejemplo, y otros compañeros en equipos de élite, las Olimpiadas no sumarían miles de millones de seguidores en el mundo entero, ni serían, como lo son hoy -pues no siempre lo fueron- el planetario aunque efímero gesto de unidad contra toda discriminación por motivos de raza, género, cultura y creencia. El hecho de que el espectáculo del deporte no sea el único en la concepción hiperespectacular del evento no hace sino confirmar el fenómeno nuclear de la civilización global que nos toca gozar o sufrir. Cuando en la ceremonia de clausura vimos a los atletas confinados en los triángulos de la bandera británica, como espectadores -los únicos en pie- del agobiante espectáculo transferido durante casi dos horas a cantantes, actores y bailarines, entendimos con cierta nostalgia la confusión y el barullo en que han derivado las odas de Píndaro precisamente llamadas "Olímpicas", que celebraban en los estadios de Grecia las grandes marcas de los atletas. Quizá sea el único medio de adormecer al contribuyente ante un coste de doce mil millones de euros que hará de Cameron un insomne.

Con sus escasos resultados de conjunto, los deportistas y atletas españoles han reflejado el momento recesivo de su país y, no por azar, el lugar que hoy ocupa en la jerarquía del euro. Sería injusto pedirles más.