Hace casi dos años, en mayo de 2006, un diplomático español llamado Miguel Ángel Fernández de Mazarambroz, a la sazón coordinador de la redacción del Plan África, desembarcaba en Dakar a la cabeza de una ofensiva diplomática para intentar frenar la intensa llegada de cayucos a Canarias.

Frente al tradicional hermetismo de los altos funcionarios de Exteriores y a la asombrosa y casi hilarante inutilidad del embajador en Senegal, Mazarambroz llegaba con ánimos renovados. Nada más pisar tierra, ofreció una improvisada rueda de prensa a los periodistas que estábamos allí en la que hilvanó las cuatro claves de la que iba a ser la política española en África del Oeste respecto a la inmigración para el siguiente lustro.

Contratos de trabajo en origen, cooperación internacional, apoyo policial y líneas de ayudas preferenciales desde España y la UE, todo ello en el marco de la apertura de consulados y embajadas en una decena de países africanos. ¿Y qué se pedía a cambio? "Una mayor responsabilidad en el control de sus fronteras", decía Mazarambroz, cuando en realidad estaba queriendo decir más soldados y policías para impedir que sus propios jóvenes se subieran al cayuco, permiso para el patrullaje internacional y, desde luego, el visto bueno africano a los vuelos de repatriación.

La ayuda española a África está vinculada de manera expresa a que impidan salir a su propia gente. Otra cosa será ver cómo se invierte ese dinero.

Dos años después, la ingente tarea puesta en marcha por el Gobierno español ha servido para varias cosas. Si lo miramos desde nuestra óptica, se ha logrado reducir la llegada de cayucos en un 60% y, por tanto, aquellas imágenes de miles de negros desembarcando en nuestras costas nos parecen casi cosa del pasado.

Sin embargo, visto desde la otra orilla, lo que ha ocurrido en realidad es que las costas africanas se han erizado de controles y patrulleras, de gendarmes y soldados, que impiden sistemáticamente el paso a quienes tienen la osadía de soñarse en un mundo mejor. El mundo ha visto levantarse una nueva frontera, esta vez instalada en los lejanos puertos y playas de África. Pagamos para que otros la cuiden y preferimos no mirar demasiado sobre sus muros invisibles, no vayamos a toparnos, de verdad, con lo que pasa al otro lado.