Sabemos que las lenguas se rigen por un principio que lleva a sus usuarios, muchas veces, a simplificar o reducir términos (profe, bici, boli, tele) o construcciones siempre que, por supuesto, la comunicación no se vea afectada y el mensaje llegue con claridad inequívoca al interlocutor ("buenos días" y "adiós" son, en realidad, oraciones, toda vez que significan -respectivamente- 'que usted tenga buenos días' y 'vaya usted con Dios').

Se trata, pues, de dar el máximo de información con el mínimo esfuerzo posible. Y esta economía no siempre se rige por el principio de eliminar sílabas o de alargar vocales finales para indicar plural, pues a veces la lengua crea una palabra partiendo de la pronunciación de otra extranjera. Así, el español utiliza el término fútbol (procede del inglés football), sustantivo que se impuso frente a balompié, por ejemplo, lo que desde el punto de vista de la creación de palabras hubiera sido lo más normal, como sucedió con balonmano o baloncesto (basket-ball), voces que sí se formaron a partir de la regla general que caracteriza a nuestro idioma.

Pero la reducción es mucho mayor (afectada, me parece, por otras razones nada lingüísticas) y puede ser ininteligible si se trata de leer un mensaje enviado al móvil, tanta que a determinadas edades ya no entendemos los textos de la gente menuda, por lo que necesitamos de un avispado traductor (cualquier pollillo de siete años vale para tal complejísima tarea y sabe lo que significa "mñn x noc dis", acción que ya no está al alcance de subidos cuarentones? si se tiene un mínimo y prudente sentido del ridículo).

Sin embargo, hay usuarios tan parcos y ahorradores en apariencia que hechos tan sencillos como pedir dos cafés leche-leche para llevar (texto A) o comunicar que se vio a alguien (texto B) exigen innecesarios diálogos que van en contra, precisamente, de la economía lingüística. Así, las dos secuencias (A, B) que acompañan a este artículo no son más que la simple constatación de un muy concreto apartado de una lengua que está viva, que evoluciona, que se transforma gracias a sus hablantes.

El primer texto (A) podría ser el inicio de una obra del teatro del absurdo, aquél que estudié en la vieja Facultad lagunera de Filosofía y Letras y que explicaba, con magistral maestría, mi admirado profesor y gran novelista don Luis Alemany, inventor de las unidades dramáticas mínimas y máximas para el estudio del teatro lopesco (o lopico, según Góngora).

El entrecortado diálogo entre los dos personajes (reales camarero y joven cliente en una cafetería cercana a mi casa) llega a crear, me parece, una situación dramática absolutamente hilarante, irregular, disparatada, opuesta a la razón y a la necesaria economía lingüística (imaginemos que el pollillo quiere comprar una estantería con puertas, cristales, huecos: ¡harían falta cuatro días para las explicaciones y matizaciones!). (Nuestro pobre camarero se encerró en el congelador para enfriar la calentura mientras se sacaba los ojos, se mordía la calavera y gritaba "¡agárrenme, escóndanme, no me dejen salir, que yo lo mato, que lo estrallo, que yo me conozco!")

Pero no es caso único, no. Muchas veces en la guagua algunas personas expanden gratuitamente no sólo descompuestas fragancias provenientes de las glándulas sudoríparas, sino que también hablan (lo cual es muy bueno, sin duda). Y, nos guste o no, sueltan sus cadenas fonéticas e intrincados discursos tan cerca de nuestros pabellones auditivos que, aunque no queramos, a veces casi nos convertimos en víctimas propiciatorias de algunos pachorrientos y ralos discursos, más propios de dos roneros tras unos buenos pizcos con enyesque.

Son, pues, frecuentes conversaciones de un tipo parecido al texto B (absolutamente real), parrafiadas que en interminables interrogaciones retóricas y repetidas frases pueden desequilibrar a un pasajero de la guagua y éste, enrabiscado aunque no se le haya metido el sol en la cabeza gracias a la panza de burro que cantara mi admirada Marisol Ayala, quizás acabe lanzándose a los tetrápodos de la Avenida Marítima de Las Palmas en busca de armonías musicales si viaja en la 17, en la 12 o en la 13, que no todo el mundo resiste tal acción inquisitorial.

Economía lingüística sí, claro. Pero a veces la enriquecen tanto que puede uno terminar con la cabeza esconchabada y eso, a ciertas edades, no conviene, ¡chaaacho!