Menos mal que ha terminado Halloween, ese modelo de festividad importado que se irá imponiendo cada vez más en nuestras sociedades. Ahora, acabada la fiesta, nuestros muertos podrán seguir descansando en paz. Ya no tendrán que soportar el derecho que se arrogan los vivos de darles el susto con tétricas máscaras, disfraces macabros y calabazas representando rostros monstruosos a fin de que pasen de largo y vuelvan a ocupar su lugar en el supuesto más allá.

Porque si bien la tradición de Halloween habla de la unión o extrema cercanía del mundo de los vivos y el reino de los muertos, esta celebración parece haberse convertido en un complot contra la muerte. Una fiesta en la que, exhibiéndose motivos ornamentales siniestros, se equipara a los espíritus malignos con los muertos. O tal vez se esté proyectando en ellos la maldad que se cuece en la tierra, lugar de baile de máscaras y de contraste entre apariencia y realidad en las distintas facetas de la sociedad. Es el viejo tema de la vida como espectáculo o farsa, theatrum mundi en el que se esquiva la común condición mortal que iguala a todos los seres vivos. En este contexto se celebra el Halloween, pasando por alto que todos somos muertos a los que se nos ha dado un plazo, da igual si más o menos largo.

Algo falla entonces en la representación del Halloween, preten-didamente un homenaje a los muertos y, sin embargo, un modo de violentarlos. Razón tendrían estos si nos gritaran: "Eh, no nos hemos despedido. Solo los hemos adelantado".

Se anticiparon y, a modo de gesto precursor, se quitaron las máscaras. Se desembarazaron así de todo ese maquillaje de la vida -ira, dolor, alegría y tristeza-, borrando lo que reviste el rostro humano. A la vez, se desprendieron de la vanidad y sus estragos. En su lugar, adoptaron al instante de su muerte la serenidad y nobleza, rasgos que suelen quedar ocultos en la cara de los vivos. Desafiaron, por tanto, esa ilusión grotesca -halloweenesca- de pensar que se llega hinchado de gloria al cielo.