Resulta difícil no odiar a Papandréu con lo que los periódicos y los tertulianos dicen de él estos días. Ayer mismo, en una comida de trabajo (hay más comidas de trabajo que trabajo), salió a relucir el tema del referéndum griego y todo el mundo se posicionó en contra a cien por hora. De súbito, parecía que habíamos encontrado al responsable de nuestras desgracias. Por fin, ahora que había que compadecer a Madoff debido al suicidio de su hijo y al libro autobiográfico de su nuera, teníamos un chivo expiatorio de recambio, Papandréu, pobre, al que se le ha puesto una cara de opositor a notarías que da asco. Pero el odio sale o no sale, y a mí no me sale. Por alguna razón incomprensible, me resulta más fácil odiar a Merkel o a Sarkozy que a Papandréu. Se lo dije a mi psicoanalista:

-Soy un desplazado.

-¿Y eso?

-Porque no odio a quien debo.

-¿Y a quién debería odiar?

-A Papandréu, ¿no lee usted los periódicos ni ve los telediarios?

Mi psicoanalista permaneció en silencio, como si el asunto no fuera con ella. Jamás confesaría sus odios a un paciente, pero vive en el mundo y digo yo que a la hora de la cena repetirá, como todos, lo que lee en los editoriales o escucha en la radio. Esto es lo que me fastidia de odiar a Papandréu, que no lo siento como un odio personal, propio, sino como un odio vicario. Lo odiamos de oficio, igual que el que ficha por las mañanas al entrar en la oficina. Lo odiamos de nueve a una y media y de cinco a siete, excepto en los grandes almacenes, donde lo odian en horario continuo.

Por si fuera poco, lo odiamos gratis, aunque hay un montón de gente que se forra con ese odio del mismo modo que un día se forraron con el odio a Madoff. Obama tiene de asesores a todos los ricos que nos ordenaban odiar a Madoff. No sé, no sé, hay algo en estos odios inducidos que huele a hipoteca basura. La pregunta del millón es qué votaría yo en ese referéndum griego que está hundiendo nuestras bolsas. Y la pregunta del medio millón es qué votaría Angela Merkel.