Descoñozco quién tiene la razón en la guerra del timple, que era de todas las guerras la que faltaba por llegar, pero lo que sí ha desvelado esta batalla del villancico canario es un asunto revelador de los papeles que desde la llegada de la democracia se han ido cogiendo los gobiernos para sí con un desparpajo pasmoso.

Con la implantación de las autonomías se traspasaron una serie de competencias: sanitarias, judiciales, educativas..., pero no navideñas. No se sabe de la consejería de Bolas de Navidad, ni la dirección general de Mira cómo Beben los Peces en el Río. Ni la atractiva oficina técnica de Fum Fum Fum. Por poner tres notables ejemplos.

Luego, ¿asunto de qué un gobierno con mil frentes sobre un mismo mar se dedica a programar campañas de naturaleza religiosa y a gastarse los cuartos en villancicos cada vez que llega diciembre? ¿Y por qué un presidente sale por la tele la noche del Niño Dios como si fuera el pastorcillo que descubrió el pesebre? Pues por un populismo ejecutivo que gracias al citado intercambio de timplazos quizá evite males mayores, como una edición tricolor de cordones de San Blas o el reparto de piroclastos numerados para incorporar a los belenes de nosotros los indígenas.