El concepto de Italia como nación es de anteayer. Roma, la ciudad-estado que tanto contribuyó al progreso de la humanidad, sobre todo los primeros doscientos años de nuestra era, se encuentra de nuevo al filo de un precipicio como el que en su día acabó con el imperio.

Calígula cabalga de nuevo a lomos de su caballo senador, mientras el ya dimitido Berlusconi lo hace al ritmo del bunga-bunga de escaño en escaño por el parlamento mientras repite compulsivamente que quiere ver la cara del traidor. ¿Quién será el Bruto de turno que libere a la república y emboscado en la toga apuñale con la deuda soberana al cavaliere?

Mucha gente se pregunta ¿cómo es posible que el pueblo italiano asista impasible al proceso de descomposición en el que se encuentra inmerso y nadie haga nada? Lo que no se le escapa a nadie es que en este momento Italia es el problema y Europa la solución. Roma se escribe con M de Madrid.

Básicamente es un problema de credibilidad. Lo que ahora se pregunta todo el mundo es que cómo ha sido posible que esta esperpéntica situación se haya prolongado tanto tiempo sin que nadie le hubiese puesto remedio, y como única respuesta encuentre el "ya te lo decía yo". De nuevo se habla de la Europa de las dos velocidades, ¡ vaya novedad! Vamos, la de los ricos y los pobres, la de toda la vida. ¿O no?

Es cuanto menos inquietante ver a la Sra. Merkel y al presidente Sarkozy cuando se nombra al expremier transalpino sonreír socarronamente. Lo que la verdad esconde es una falta de liderazgo a nivel europeo que está llevando al viejo continente por unos caminos hasta ahora desconocidos ante la mirada atónita de propios y extraños que ven cómo la economía y el estado de bienestar están a punto de saltar por los aires sin que nadie mueva una pestaña.

Quizá haga falta un líder como César de donde emana la franqueza, la generosidad y la liberalidad, y que el hombre que la posea está capacitado para sopesar en todo momento el valor de la verdad, del dinero y del éxito por encima de cualquier convención o generalización moralista.

Curiosamente, los votantes no se sienten responsables de los fracasos del gobierno que han votado. ¡Cosas veredes, Sancho, que farán fablar las piedras!