La ancha victoria del PP se re-presenta muy bien en la horizontalidad de la foto del balcón de Génova y la vertiginosa caída del PSOE encaja a la perfección en la verticalidad de la imagen solitaria de Alfredo Pérez Rubalcaba. La noche se representó muy bien, a cargo como estuvo de gente educada. Rajoy supo ganar y Rubalcaba supo perder.

En el arte de representarse hay dos momentos clave que las personas con habilidades sociales manejan a la perfección: la presentación y la despedida. Son dos momentos estelares, el primero para causar buena impresión, el segundo para quedar bien.

Las dos cabezas más visibles del socialismo español no han hecho mal el único papel que les quedaba. Desde el mismo día en que anunció el adelanto de las elecciones José Luis Rodríguez Zapatero ha hecho el muerto lo mejor que sabe. Desde el mismo día en que Alfredo Pérez Rubalcaba fue designado candidato socialista a las elecciones que acaba de perder se empleó tesoneramente al imposible posible: ser vencido con el menor daño posible.

Como el resultado es histórico, se historiará mucho en qué se equivocó para fracasar tan rotun-damente en la campaña. Los que dicen que las campañas no sirven para casi nada cuando se trata de cambiar la intención del voto se quedan con la razón y, a la vez, cortos. Cuando nadie quiere oír lo que dices, da igual lo que digas y cómo.

Por si el resultado era histórico, la encomienda de Rubalcaba siempre tuvo un poso de relato historicista, de gesta de caballero que se lanza, herido, cansado y mal avituallado, a la última carga contra un enemigo superior en todo. La asunción solitaria de la derrota alcanza una abnegación de samurái. La salida, entre besos de mujeres, fue una coquetería escénica tan del socialismo de última hora como del cristianismo de primera, con tanto de visibilidad feminista como de desenclavo.