Perplejidad es seguramente lo que habrán experimentado los ciudadanos canarios que hayan estado al tanto de la polémica suscitada desde hace dos semanas en LA PROVINCIA/DLP entre el Gobierno canario y los empresarios a cuenta de las quejas por los millonarios proyectos de inversión privada paralizados desde hace años por las trabas burocráticas. La polémica ha derivado en desencuentro a raíz de la respuesta del propio Ejecutivo regional que, a través del consejero de Política Territorial, Domingo Berriel, argumenta que lo que sucede es que los empresarios quieren aprovechar las crisis económica y el freno inversor para impulsar unos proyectos incumpliendo unas leyes que, entre otras cosas, buscan preservar el buen uso del territorio, que es, sin ninguna duda, el bien más sensible y preciado de las Islas.

De entrada, el solo hecho de que existan grupos empresariales con carteras multimillonarias esperando por invertir en proyectos diversos (centros comerciales urbanos y turísticos, puertos deportivos, rehabilitaciones hoteleras...) e insistan en colocar ese dinero en Canarias en unos momentos tan difíciles es un hecho excepcional que un Gobierno no puede hacer otra cosa que facilitar. Dentro de la legalidad, pero sin permitir que la burocracia empantane durante años inversiones capaces de generar contrataciones masivas de trabajadores. No está de más recordar que la crisis ha llevado a casi el 30 por ciento de la población activa en Canarias al paro y a la actividad económica, a mínimos históricos. Tampoco conviene olvidar que mientras en estos momentos Europa vive acogotada por la ausencia de inversión privada a causa del miedo al escenario recesivo y por la falta de crédito, en Canarias están paradas obras y proyectos empresariales por unos mil millones de euros, según los cálculos de la Asociación de Empresarios Constructores y Promotores de Las Palmas, a la espera de recibir la luz verde del Gobierno de Rivero.

Si en toda Europa el debate sobre la mesa es si se debe proceder ante la crisis sólo con ajustes estructurales (con recortes de gasto público) o si éstos deben ir acompañados de planes de estímulos públicos a la actividad económica ante la inhibición empresarial privada para salir de un círculo vicioso cada vez más cerrado, en Canarias se da la absurda situación de que hay empresarios que quieren invertir, pero no pueden. La maraña burocrática que se padece en las Islas ante esta situación -donde grupos empresariales están dispuestos a poner decenas de millones de euros en crear nuevos centros comerciales, áreas deportivas o rehabilitar hoteles y reactivar de paso un sector paralizado como la construcción- es aún más inexplicable e incomprensible.

Ante estas críticas circunstancias económicas a ningún poder público con sensatez se le ocurre poner cortapisas a unas inversiones privadas que escasean en casi todas partes. Así que, sin que ello sea pretexto para que nadie pretenda saltarse las normas del territorio en una perspectiva cortoplacista de 'pan para hoy, hambre para mañana', es evidente que en modo alguno dichas inversiones pueden perderse.

En Gran Canaria hay casos clamorosos de inversiones privadas sometidas a demoras surrealistas de las que este periódico dará cuenta en un serial que arranca hoy. Baste señalar el de un empresario suizo que aterrizó en las Islas con 14 millones de euros en la cartera para invertir, compró un viejo gran hotel de una zona depauperada del Sur grancanario, presentó un proyecto de rehabilitación integral de superlujo y, a cambio, solo pidió el añadido de una última planta y un volado en la cubierta para un restaurante panorámico. Como respuesta a su entusiasmo, la licencia municipal está paralizada desde hace meses y sin visos de solución. El desatino se convierte en esperpento solo con considerar dos factores. El primero, la evidencia de que un Sur que se cae a pedazos por su obsolescencia no puede permitirse desmoralizar así a los inversores. El segundo, la contradicción de instituciones que se llenan la boca haciendo apología de la rehabilitación hotelera como vía para estimular el turismo y de camino la construcción y el empleo y, acto seguido, dejan que los proyectos se empantanen sin remedio en los cajones.

En descargo del Gobierno canario es necesario precisar que una parte nada despreciable de los escollos con que tropiezan los proyectos tienen origen en el comportamiento de los municipios. Porque muchos ayuntamientos no han sido capaces aún, y han pasado varios años, de adaptar sus planes urbanísticos a las directrices territoriales establecidas por el Parlamento de Canarias. No en vano, el propio Gobierno ha llegado a solicitar sin éxito por ahora a ayuntamientos turísticos de referencia, como San Bartolomé de Tirajana, la devolución temporal de sus potestades urbanísticas en favor del propio Ejecutivo para que éste pueda dar salida a los proyectos hasta tanto esas corporaciones adapten su normativa conforme a las directivas regionales.

En el ámbito turístico el Gobierno canario tiene en cartera una tercera moratoria, dado que la que está en vigor vence el próximo mayo. La primera moratoria tuvo por objeto frenar la construcción incontrolada y en suelo virgen de nuevas plazas turísticas en pleno auge de la burbuja inmobiliaria. Más allá de que funcionara o no, el hecho es que hoy en día las circunstancias son las opuestas: la presión del ladrillo sobre el territorio no tiene nada que ver con la que se registraba hace una década y la economía, lejos de recalentarse, padece un estancamiento que ha llevado al paro a decenas de miles de canarios. Una segunda moratoria, que vinculó la construcción nueva a criterios muy selectivos en cuanto a la calidad y que primó la rehabilitación, sólo ha funcionado, y modestamente, en la segunda de estas vertientes. No ha sido útil, sin embargo, en lo que los empresarios más buscaban: el cambio de uso de suelos calificados como turísticos para destinarlo, por ejemplo, a fines comerciales o complementarios.

En estas condiciones, el Gobierno de Canarias está más que nunca obligado a dar un paso al frente para demostrar realmente que le interesa incentivar una actividad económica capaz de generar contrataciones en masa, lo que inevitablemente ha de hacerse apelando al binomio turismo-construcción, y tiene una oportunidad de oro de impulsar instrumentos y herramientas urbanísticas, fiscales y financieras, que de verdad permitan a los inversores no sólo caminar por la senda de la excelencia turística con proyectos complementarios de alta calidad, sino entusiasmarse de verdad con planes ambiciosos de regeneración de las zonas turísticas degradadas. En Gran Canaria y Fuerteventura la necesidad es imperiosa. Y al Gobierno no le queda más remedio que esmerarse en ahuyentar las sospechas de que casualmente los proyectos no se estancan en unas islas más que en otras.