Por fin podemos ver Living in the material world, el mastodóntico documental de Martin Scorsese sobre George Harrison. Por una vez los focos iluminan al deliberadamente oscuro, ahora será la voz enronquecida y tímida la que entone la melodía.

¡Y qué melodía! Al filme se le pueden achacar muchas cosas -es innecesariamente largo, cuenta por enésima vez la ya cansina historia de los Beatles, pierde pronto el interés por la trayectoria en solitario del guitarrista-, pero tiene un valor innegable: presenta en todo su esplendor a un músico irrepetible.

Yo diría que la carrera de Harrison es casi -y sin casi- la más sólida de todas las que emprendieron los de cuarteto de Liverpool en 1970. Su fracaso comercial relativamente temprano -en 1974 ya estaba olvidado por el público- le permitió trabajar sin tanta presión y regalarnos discos como el imprescindible George Harrison (1978).

En la peli se desmenuza todo el perfeccionista proceso creativo, como el encanto de My sweet lord consiste -y no habíamos caído- en que un coro gospel entone un mantra. Las canciones de Harrison siempre hablan al individuo y dejan un hálito de esperanza.