Siempre me pareció que había una contradicción entre la obsesión de Zapatero por desenterrar la memoria histórica y, al mismo tiempo, borrar parte de sus huellas. Borrado selectivo, en todo caso, como si el nuevo reetiquetado pudiera modificar piadosamente, con efecto retroactivo, los terribles acontecimientos del pasado. El voluntarismo aplicado a la historia. El zapaterismo ha sido muy amante de las grandes declaraciones, mientras la realidad se le escurría por los desagües del país. Sus cachorros quisieron reinventar la Transición, que ellos no pudieron protagonizar porque aún andaban de exámenes. También fue un régimen con poco sentido del humor, y menos aun de la ironía, valor a la baja gracias además al nuevo esquematismo que imparte Internet. Todos y todas acabaron por copiar las poses trascendentes del presidente, esa grave entonación que enfatizaba las palabras aunque perdiera de vista los hechos. Si uno le ponía un adjetivo ambiguo a una señora era condenado por machismo, y si profería una leve ocurrencia sobre la adopción homosexual ni te cuento.

Durante la Transición, y bajo el primer felipismo, ya se hizo una limpia de emblemas del franquismo en calles y plazas, que tenía su sentido en aquellos momentos épicos de efervescencia democrática. Lo de quitar las estatuas ecuestres de Franco fue también un acto de justicia estética. Eran horrorosas, y las recuerdo como una panza montada encima de otra, la del caballo y la del achaparrado jinete. Es un enigma histórico que el dictador y su señora no mandaran fusilar al artista. Todavía hay muchas calles rotuladas con nombres representativos del franquismo, no tanto por voluntad de esos ayuntamientos como por la incultura de sus mandatarios, capaces de confundir al general Mola con un espía de Stalin. Zapatero se erigió en intérprete de la memoria histórica y llevó su fijación hasta los límites de la desmemoria, sin entender que era misión imposible de ejecutar porque los hechos sucedieron y el país está llenó de vestigios que aún los evocan y los convocan, y hay que dejar que cada cual se entienda o se desentienda con sus recuerdos.

Ahora parece que casi nadie fue franquista en España, pero los partidarios del general acabaron siendo probablemente más numerosos que sus víctimas. La democracia la instauró el sucesor designado por el dictador, sin romper jurídicamente con el totalitarismo anterior. El arco parlamentario aceptó al denostado príncipe de España, hazmerreír de la izquierda clandestina y carne de cruelísimos chistes durante años. Todo muy poco ejemplar, si se observa con gafas severas. Pero así se escribe la historia, con renuncias y claudicaciones que con el paso del tiempo tendemos a olvidar porque recordarlo todo nos haría la vida insoportable. No quiero ni pensar lo que hubiera sido de nosotros con Rodríguez Zapatero liderando al PSOE de la Transición. El presidente en funciones ha pretendido despedirse con una gran traca, con el asunto de la tumba del general. Visité el Valle de los Caídos siendo un niño, en una memorable y supongo que franquista excursión escolar. Hace unos años volví para acompañar a unos periodistas bonaerenses que tenían curiosidad por el monumento. Imagino que a los argentinos les habría encantado enterrar a Evita en un mausoleo tan excesivo y costoso como éste. No me resultó nada grato. Fue como meterme en el túnel del tiempo del franquismo. Me sobrecogió penetrar en el recinto, y hasta miré con temor a los guardias civiles de la entrada. No había casi nadie en la basílica, y una señora escupió disimuladamente sobre la tumba del Caudillo. El desahogo me pareció poco higiénico pero pensé que sus razones tendría la dama.

En lugar de borrar la historia que no nos gusta, un infantilismo muy aclamado por la izquierda trivial, resultaría más útil hacer imposible su olvido. Los llamados expertos han hablado de convertir aquello en un centro de meditación. Acaso pretendan traspasárselo al Dalái Lama. Mejor sería dejar el engendro arquitectónico como lo que es, una obra maestra del mal gusto, el parque temático del franquismo. Si el zapaterismo hubiera ejecutado todas sus mentecatas ideas sobre la memoria histórica, al final habríamos concluido que Franco nunca existió. La tumba del gallego es el vergonzoso recordatorio de que su régimen sólo acabó porque la naturaleza así lo quiso, que la mayor parte del país terminó por adaptarse a las circunstancias, gracias al bálsamo del progreso económico que hizo olvidar tantas otras cosas, y que únicamente una minoría arriesgó su vida para devolvernos la libertad. En el siglo XXI resulta estupendo ser antifranquista de diseño, ahora que ya no está el general para meternos en la cárcel, y queda superguay en Twitter. Aunque a mí, como a la mayoría de los españoles, me importe una berza el futuro del excelentísimo cadáver, tratamiento que no sé si continúa ostentando el anterior jefe del Estado. El panteón real de El Escorial también está lleno de Habsburgos dementes y de Borbones canallas.