Salvo excepciones, el máximo galardón de las letras castellanas, el Cervantes, se está convirtiendo en un premio póstumo. Las edades de sus recipiendarios hablan de un gran pretérito creativamente cerrado. Los merecimientos suelen estar fuera de duda y a lo mejor es injusto no reconocerlos, pero concurren en el hecho dos o tres circunstancias irónicas, a saber: la del "gafe" que anticipa óbito seguro, la de ir a remolque de la consagración popular de los elegidos y la de premiar en realidad a los descendientes, tanto por la dotación material como por el sustancioso impulso de los derechos de autor. Así concebidos, como ratificación de valores superseguros, estos premios arrastran el halo melancólico de todo lo que es póstumo, algo que inventos homólogos advirtieron hace tiempo y les movió a virar hacia las edades de mayor energía creadora, con un por ciento de apuesta que los hace menos previsibles y por ello, más interesantes.

Si el indiscutible Nicanor Parra no tuviera 97 años y pasara por el mejor momento de su vanguardismo iconoclasta, o de su impugnación activa de las poéticas históricas, el jurado del Cervantes habría estado en sintonía real con el titular del premio, cuyo fue el mérito de escribir su legado revolucionario en la edad media de la vi- da. No es emocionante reconocer el valor de la transgresión innovadora cuando ya está generalmente asimilada como si fuera un clásico. Pare- ce fácil imaginar al jurado debatién-dose en el conflicto moral de no premiar el talento presente mientras queden por reconocer los talentos pretéritos, pero así son los premios- escalafón, que, por poner ejemplos, han dejado sin el Nobel a Galdós o Borges. Enormidades que ya no tie- nen remedio, aunque la Academia Nobel intente actualizar los esquemas rancios de sus inicios.

Es muy justo el reconocimiento de Parra, pero hay que criticar el sentido de unos premios cuyos aparentes beneficios no están en condiciones de disfrutar los premiados. Teniendo además en cuenta que el gran poeta chileno se ciscó toda la vida en esta clase de pompas y vanidades, parece claro que los premiados son sus descendientes. Es lo que, también con excepciones, aprecian algunos en los rebotes de cotización y mercado que activan los premios Velázquez para mayor provecho de herederos y galerías depositarias.

Salud a Nicanor Parra, y que su lucidez dure tanto como su vida. Pero si estos premios mirasen lo que se cuece, no solo lo cocido, hasta podrían contribuir al fomento de la creación literaria o plástica, finalidad que hasta ahora parece importarles poco.