Tengo un amigo de 82 años que dispara mil palabras por minuto. Usted le habla de, digamos por caso, la Telefónica y él cuenta que un día haciendo un muro se le quedó el martillo dentro, "y el móvil. Y ahora cada vez que me llaman suena el muro". Como tiene tres cuartos de siglo mi hombre ha visto de todo. De pequeño se acuerda de encontrarse "a las gentes desnudas en sus casas de tanta que era la pobreza". A medida que aquella España de posguerra se iba recuperando, y algunos enriqueciéndose, el resto los veía con sana envidia. "¡Qué bandido más grande, si llegas a ver las fincas, Juan, preciosas". No existía el punto de malicia, de reprochar al cacique el saqueo puro y duro sobre el trabajo de los demás y afearle el comportamiento. Al contrario, generaba admiración. Un señor que de la nada iba haciendo una pella y ostentación de la pella era el colmo del respeto. Desde que tenía dinero para pagarse el terno se le adjudicaba el don, y si el refinamiento daba para mocasines blancos y caféyleche se le adjudicaba reverencia. Además como la justicia en este plano ni entraba ni salía, todo perfecto. "Aquél si que fue un alcalde bueno, Juan. A los dos años tenía tres coches...". Y en fin, que la cosa sigue así.