Las Palmas de Gran Canaria está entre las diez ciudades más pobladas de España. Es, además, una gran capital a todos los efectos. Es la urbe más importante del Archipiélago, con el puerto mejor posicionado del Atlántico Medio y el eje tricontinental entre el sur de Europa, África Occidental y Suramérica. Nadie tiene dudas ya sobre su condición de gran metrópoli. Ni aquí, ni fuera de aquí.

Pero todos esos méritos se convierten en una rimbombante terminología con serio riesgo de vaciarse de contenido cuando se echa un vistazo al perfil urbano de la capital. En las cubiertas de los edificios asoma una suerte de cuartos trasteros, antenas de televisión, áticos ilegales y bidones de agua que, además de hacer retroceder de golpe medio siglo, ponen en evidencia una vez más la absoluta e histórica falta de interés del Ayuntamiento por aplicar el control urbanístico sobre los mil desmanes permitidos durante décadas. Y tiene que empezar por reforzar con más técnicos, y no con cuatro gatos, el departamento que vela por la disciplina de lo urbano. Así, de paso, garantizará la seguridad de miles de vecinos cuyas cabezas están amenazadas por inútiles bidones desvencijados de otro siglo.