Sigo dándole vueltas y, de hecho, volveré a ver en breve la última película de Roman Polanski. Un dios salvaje venía precedida de buenas críticas, yo leí la de Carlos Boyero, que no ahorraba elogios a partir de un análisis riguroso, magnífico, de esos que revelan un profundo conocimiento del cine, una mente cinematográfica que solo cabe expresarse en la experiencia propiamente del cine, obvio, o en un discurso crítico, un lenguaje vivo, refractario a banalidades de jerga. A Boyero le empieza a interesar una película cuando le interesa la historia. Pero si le sigo dando vueltas no es sólo porque me encantó y divirtió la película -lo que cuenta, los soberbios actores, el clima, el ritmo...- sino porque esta adaptación de la novela de Yasmina Reza parece premonitoria, anuncia un estado de cosas que va a más. Se trata de dos parejas acomodadas y de perfil distinto que se citan en el apartamento de una de ellas para intentar arreglar un incidente entre sus hijos, adolescentes varones. Uno, solitario, le pega al otro, que parece líder de su pandilla, con una rama tras una discusión típica de esas edades y le parte dos dientes en un parque (de Brooklyn Heights, creo). Todo se desarrolla sin dejar el apartamento, salvo por breves intentos fallidos de zanjar la cuestión con salidas al pasillo para tomar el ascensor y vuelta adentro. El matrimonio de clase alta -una asesora de inversiones y un cínico abogado de firmas de postín (Kate Winslet y Christoph Waltz)- y los anfitriones de clase media alta -ella experta en arte y volcada en causas humanitarias y él un empresario de piezas de fontanería que presume de tipo llano y alérgico a refinamientos culturalistas (Jodie Foster y John C. Reilly)- tratan de lidiar bajo el imperativo de las buenas formas pero de un modo que el dios salvaje que llevamos dentro pugna y se asoma. Es como un olla a presión que nunca estalla y en la cual todos acaban desnudando fantasmas y patetismos íntimos para luego volverse a sujetar en un juego caleidoscópico a cuatro bandas en el que todos se alían y fustigan sin tregua. Nada se arregla ni se deja de arreglar, pero se enfatiza un mundo en el que la olla de las relaciones entre las personas tiene cada vez mayor presión y en el que ese dios salvaje va a ir haciendo cada vez más de las suyas.