Creo que en alguna ocasión he comentado que la vida no es una cuestión de sentarse al piano cada día, o de que la carcajada nos aflore nada más levantarnos, pero sí debería ser una cascada de ilusiones, deseos, estímulos y experiencias porque sin todo ello sería un camino poco plácido, con coronas de espinas, y desde luego no estamos para asignarnos penitencias ni mortificaciones. Así es que hablando de ilusiones, deseos, etcétera, les contaré una anécdota que no tiene desperdicio. Hace ya muchos años, cuando el primero y gigantesco móvil llegó a nuestras vidas, resultó para muchos un placer de dioses que el hilo conductor de la palabra corriera generoso por nuestros oídos, paseando por la calle o sentados en un parque. Se imponía otra modalidad telefónica y ésta era realmente cómoda y original, además de increíble.

Ocurrió que un buen amigo mío, encantado con su enorme móvil, charlaba plácidamente sentado en un banco de nuestro parque de San Telmo (algunos dicen que se escribe Santelmo, y aún no me aclaro). A su lado, un jovencito (pipiolillo), bien vestido y con una carita más buena que la miga del pan de Agüimes, lo miraba con curiosidad y quizá hasta con desconsuelo. Terminada la charla, el muchacho entabló conversación con mi amigo haciéndole preguntas sobre el móvil, y mi amigo encantado con lo que para él era una interesante conversación por lo novedosa. Así es que ya ambos metidos en confianza, el chico, con cierto atrevimiento adulador (apopándolo), le pidió si podía cogerlo, y mi buen amigo, imprudente y confiado, eximiéndolo de toda sospecha, se lo entregó generosamente, y el muchacho, en un abrir y cerrar de ojos, cogiéndolo (trincándolo) levó anclas como un buque para salir del puerto y salió corriendo como perro con bencina, y desapareciendo con el móvil, mientras dejaba a mi pobre amigo desolado e incrédulo ante tal deshonesta acción. Corrió con gritos (esperridos) desesperadamente tras él, pero el delincuente, más joven y ágil, desapareció escurridizo como un lebrancho entre nuestras calles, mientras que a mi amigo, a pesar de ponerle pasión a la carrera, le resultó inalcanzable. Y nunca recuperó su querido teléfono. Y es que cuando se rompe la barrera de la prudencia, hay que estar preparados para enfrentarnos a cualquier cosa.