Vaya por delante algo que paradójicamente ha sido habitual en muchas personas en España desde la Transición política y que quizás haya ido decayendo pero no al punto de revertirse: No soy monárquico, sino republicano, y en el sentido más francés del término, además, en lo que el republicanismo tiene de dictado de lo civil sobre todo lo demás en la vida pública (la privada es otro cantar, y sus altares son inerradicables...). Es cierto también que la secularización en términos históricos es paradójica, pues, como ha señalado la filosofía de la historia alemana del siglo XX sobre todo, suele destronar a unos dioses para instaurar otros, en términos de fe más o menos ciega, por ejemplo, más allá de los dioses, en la razón o en una cierta familia para detentar la jefatura de un Estado. Así que el aspecto religioso en un sentido amplio nunca es del todo erradicado, hay algo que permanece, y algo cambia y, por supuesto, la democracia es un ejercicio de secularización con sus paradojas.

Así que la Monarquía es un anacronismo, muy vivo, pero anacronismo al fin; no digo que no sea democrático, pues si un país elige ser monárquico, es perfectamente democrática la decisión; pero las razones del anacronismo ontológico, digamos, de la monarquía han sido repetidas hasta la saciedad y huelga aburrirles más de lo debido: aunque no dejaré de señalar que el hecho de que la jefatura de un Estado democrático sea detentada en clave corporativa unifamiliar, biológico-hereditaria, no es lo que corresponde (no me resisto a decir que me suena al Libro de la Selva...). Claro que éste no es un asunto exclusivamente español; más allá del caso británico, que tiene su propia neurosis colectiva, también son monarquías los países más avanzados de Europa (Suecia, Noruega, Dinamarca...), aquellos en los que la democracia más ha avanzado no sólo en su lado liberal sino en el más profundamente democrático: la cohesión social y cultural y la redistribución de renta... Las monarquías nórdicas han acompañado ese proceso de profundización democrática referencial en el mundo, simbolizando la vía nórdica. Debían hallar un papel coyuntural, concreto, más allá de su anacronismo ontológico, digamos, y lo encontraron.

Y creo que -ésta es la segunda parte de lo que le pasa a muchos republicanos españoles, como yo- la Monarquía española, con sus luces y sombras, sus amistades empresariales peligrosas, sus incógnitas en torno a las horas de sombra del 23-F, e incluso su Urdangarín, al margen del alcance penal del asunto, ha jugado un papel (puede discutirse la intensidad) no sólo en el regreso y consolidación de la democracia. Incluso, décadas después, en el siglo XXI, en la etapa de Rodríguez Zapatero que acaba de concluir, ha apoyado con su silencio institucional el mayor avance en derechos civiles, incluido el polémico asunto de la memoria histórica, que ha supuesto el mayor enfrentamiento de un Ejecutivo con el poder católico. La Zarzuela ha actualizado así su utilidad pública para España, legitimando simbólicamente con la simpatía social que desde 1976 tiene las decisiones más arriesgadas y polémicas en temas sensibles emanadas de la voluntad popular; hasta tal punto que el Rey se ha granjeado el odio mortal de una ultraderecha mediática (y no mediática) que de entonces casualmente la tiene de objeto a batir: ahora es antimonárquica.

Ayer la Casa Real reaccionó tajante, poniendo al marido de la infanta Cristina en su sitio, es decir, al margen de la representación del Estado y de cualquier blindaje. Con todo lo que se quiera, es lo que tocaba: atajar cualquier atisbo de corrupción. Entonces, más allá de algo de la grima que me produce cierta ranciedad formal de toda monarquía, incluida ésta, no creo que nada, ni el caso Urdangarín, deba hacer de ella un debate ahora. Primero, no sería más que la forma de encubrir el gran debate de la crisis que debe centrar a España. Y, segundo, quizás la Monarquía esté renovando pragmáticamente su papel.