En navidades crece el interés por los perros, mascotas caras que se compran y se venden para darles la sorpresa a los más pequeños. Apagado el fugaz embelesamiento por estos animales, muchos de ellos terminan abandonados despiadadamente al cabo del tiempo en la carretera. Unos presas de las ruedas de los coches y otros, con suerte, en la perrera, aumentando la cifra de perros a la espera de ser adoptados o sacrificados si no encuentran quien los libre de una muerte segura.

Es la perversidad y la lógica mercantilista, que considera a los perros como medio y como mercancía, lo que mueve a personas como Eva a sumarse a la defensa activa de estos animales y a reclamar su derecho a la vida, tan sagrada como la nuestra. Ella, a sus 16 años, sabe desde niña que el grado de civilización se mide, en gran medida, por la relación que mantenemos con la naturaleza y sus seres vivos. Entre ellos, el perro. Su conciencia tampoco admite como excusa para el maltrato de los perros el argumento de que muchas personas lleven una "vida perruna". Qué culpa tendrá el perro, objeta, de la vileza que se cuece en el territorio de los humanos contra otros de la propia especie.

La esencia noble de Eva me recuerda la de Craso, el orador romano del que habla Hugo von Hofmannsthal en su Carta de Lord Chandos. Cuenta que aquel tomó un cariño extraordinario a uno de sus peces, una morena mansa de su estanque. Cuando esta murió, el cruel emperador Domiciano, queriendo tacharle de chiflado, le reprochó en el senado haber vertido lágrimas por la muerte de su pez. Entonces Craso le contestó: "De esa manera hice yo a la muerte de mi pez lo que vos no hicisteis al morir vuestra primera ni vuestra segunda mujer".

Eva estaría de acuerdo con Lord Chandos cuando seguidamente añade en su Carta: Aunque Domiciano hubiese vertido por sus mujeres lágrimas de sangre del más sincero dolor, Craso seguiría estando enfrente de él con sus lágrimas por su morena.