Ajenos a la dialéctica de Andreíta y el pollo popularizada por Belén Esteban en la tele, dos profesores catalanes se enzarzan estos días en una contienda de gramáticos a propósito de la decadencia -o la lozanía- de la cultura en España. No tendrán tanto éxito de público como los debates de Sálvame, pero a cambio han desatado una encendida polémica que divide a la crema de la intelectualidad.

El turno de abrir fuego le tocó a Jordi Llovet con su ensayo "Adiós a la Universidad", en el que mantiene la teoría de que la alta cultura se está ahogando bajo las aguas del Plan Bolonia y en los procelosos mares de la Red, donde el esfuerzo es sustituido por la cultura del ocio. A esa diatriba ha respondido Jordi Gracia con otra en la que identifica como "melancólicos" a los intelectuales que miran nostálgicamente al pasado con el único propósito de "derogar el presente". Gracia califica su libro sobre el intelectual melancólico de "panfleto" y a su vez Llovet reputa el suyo de "homilía", con lo que la ironía y las ventas están garantizadas.

Siempre es de agradecer la vuelta del panfleto, tan injustamente denostado; por más que nada o casi nada haya de novedoso en esta polémica que enfrenta una vez más a pesimistas y optimistas, ahora divididos entre los partidarios de Homero y los de Steve Jobs. Probablemente se trate de una nueva ronda de la vieja y recurrente pendencia entre apocalípticos e integrados.

De apocalípticos e integrados hablaba precisamente Umberto Eco en un ensayo de cuya publicación está a punto de cumplirse el medio siglo. Los primeros serían, según Eco, aquellos que maldicen la cultura de masas y tienen como referencia el pasado, por oposición a los integrados que propenden a ver la botella medio llena y ensalzan las ventajas democratizadoras de las nuevas tecnologías. "Mientras los apocalípticos sobreviven elaborando teorías sobre la decadencia", decía el filósofo italiano, "los integrados raramente teorizan, sino que prefieren actuar, producir, emitir cotidianamente sus mensajes".

Nada cuesta encuadrar dentro de ese catálogo al apocalíptico Llovet cuando certifica la muerte de una Universidad que ha convertido a las Humanidades en una disciplina "residual" y banalizado a las Facultades hasta hacer de ellas "algo de tan escasa altura intelectual como una escuela de manualidades o de idiomas". A resultas de todo ello, Llovet echa hoy en falta la existencia de intelectuales de prestigio como Sartre, Camus o Bertrand Russell, aunque la paradoja quiera que también Russell fuese en su día un apocalíptico capaz de sostener que "hay mucha menos libertad en el mundo ahora que hace cien años". Se conoce que la nostalgia sigue siendo lo que era.

Tampoco es difícil situar a Jordi Gracia en el pelotón de los integrados dentro del catálogo de especies intelectuales de Eco. Donde su antagonista solo encuentra ruina y decadencia cultural, Gracia atisba indicios que le permiten ver con "considerable satisfacción" el desarrollo del ambiente intelectual español durante los últimos treinta años. Quienes opinan lo contrario son, a su juicio, gentes melancólicas y algo cascarrabias que desconfían de cualquier novedad para aferrarse al pasado del que forman parte.

Probablemente se pierdan algunos matices en el lógico ardor de la polémica. Ni Llovet parece un reaccionario en su denuncia -muy ácida e irónica- de los másteres, los procesos de elaboración de las tesis doctorales y la endogamia de la Universidad, ni a su vez Gracia dejará de admitir que esa institución presenta aspectos decididamente mejorables. Cuestión distinta, aunque vinculada, es que la cultura española esté en decadencia o viva una improbable hora de esplendor. Sorprende más, en realidad, el hecho a todas luces asombroso de que en España pueda haber un debate distinto al que cada día nos ofrecen las teles sobre Belén y el pollo de Andreíta.

Algo raro pasa aquí.