Parece que con la crisis nos estamos volviendo más desconfiados en el trato con nuestros semejantes. Toca a la puerta de casa un desconocido para ofrecernos algún servicio y nos asalta la duda. ¿Querrá robarnos?, nos preguntamos. ¿Y si me hace daño?, proseguimos maquinando mentalmente mientras acechamos con la mirada la del visitante. Imaginamos entonces que pasea sus ojos por el interior de la vivienda y esgrimimos cualquier excusa y le damos el portazo.

No faltan motivos para la desconfianza, pues no sería tampoco nuestro caso el primero en que, entre tanta crisis, un desconocido se hace pasar por otro con ánimo de robar. Sin embargo, lejos de intentar emitir juicios morales, lo que ahora importa subrayar es la pérdida de la presunción de la inocencia de los ciudadanos en general. La crisis no solo afecta, por tanto, a los bolsillos. También nos vuelve más vulnerables, rastreros y menos solidarios con los demás. Se confirma, así, que a veces nuestra vida, como escribe Enrique Vila-Matas, está cada vez más por debajo de la vida. De igual modo se corrobora que la buena literatura está cada vez más por encima de nuestra vida. Con otras palabras, robadas a Rodrigo Fresán, la vida rara vez imita a la literatura que uno practica o lee y demasiadas veces a la literatura que uno desprecia. Este pensamiento me viene a la mente después de haberme sumergido en un fragmento de la Odisea. Cuenta Homero que Atenea, la diosa de los ojos claros, partió para Ítaca, disfrazada de extranjero, con objeto de visitar al hijo de Ulises, Telémaco. Al verla, dolido este de que un extraño quedara tanto tiempo ante la puerta, le dijo: "Salve, extranjero. Tú serás nuestro amigo, y después de comer nos dirás qué necesitas." Se vertió entonces de una jarra de oro agua en una fuente de plata para el lavatorio y se preparó una mesa luciente cubierta de manjares y de vino en vasos de oro.

Tras complacer al extraño recién llegado, comenzaron las preguntas: ¿Quién eres? Dónde has nacido? ¿En qué barco y con qué finalidad llegaste?