Es muy sano que la jefatura de los estados democráticos sea titularizada por personas sin adscripción partidista, y en esto son paradigmáticas las monarquías. Los presidentes republicanos también ponen entre paréntesis las etiquetas de partido, sea o no electiva en primer grado su condición de tales. No hay otra vía para ejercer la última instancia moral, que no arbitral, de la sociedad o las sociedades que se integran en los estados centralistas o los federados. Ahora es el presidente federal de Alemania quien, por un presunto error del pasado, afronta críticas que, para no variar, cuestionan la necesidad de la institución. El rey de España, como sus homólogos del Reino Unido, Suecia et alia, está acostumbrado a esta confusión del todo y la parte que unas veces denota ignorancia y otras interesada ideología. El penoso affaire Urdangarín es rigurosamente personal, nunca institucional, y, sin embargo, lo utilizan algunos contra el monarca. Al final, las instituciones se benefician de estos acontecimientos, que agitan la quietud lacustre con purgas de fondo siempre oportunas, por muy grande que sea el daño emocional. El límite marcado por la Corona a las funciones familiares que la representan, la profesión de fe en la igualdad ante la ley y la clarificada sobriedad del "coste" público de la casa real son datos que, al hacerse explícitos, fortifican a quien ejerce de manera impecable el arbitraje moral definido por la Constitución democrática de más larga vigencia de la historia española, coincidente con el más dilatado periodo de paz en libertad.

El republicanismo es muy legítimo, faltaría más, y en sus expresiones idóneas sigue siendo una opción viable para España y otros sistemas monárquicos. Defenderla con seriedad exige dejar de lado el fetichismo nominalista, porque el vocablo república incluye también a las democracias presidencialistas -monarquías de facto, con un poder de arbitraje mucho más que moral- y a las dictaduras que lo usan de manera impropia. También habría que controlar el reflejo romántico, porque todo cambia y nada es lo que fue. El Rey de España no reside en el palacio real, ni se sienta en el trono de los actos oficiales, ni ciñe la corona, ni se cubre de armiño, ni lleva en sus manos el cetro y el orbe que aún sostienen las de la reina británica en algunas solemnidades, ni se rodea de la nobleza "de sangre". Esta monarquía ha desechado su propio reflejo romántico y está en sintonía con los modelos estructurales y formales de las democracias avanzadas.

La única diferencia con las jefaturas de Estado de las repúblicas no presidencialistas es el carácter hereditario de la institución, excluido de cualquier elección directa o indirecta. Pero el problema no es tanto la herencia como la rigurosa ejemplaridad de quienes la reciben, su imparcialidad partidaria y el respeto a las funciones que define la Constitución refrendada por una mayoría de españoles superior a todas las mayorías políticas conocidas hasta hoy. El rey vigila escrupulosamente esa legitimidad y es muy dudoso que un hipotético referéndum sobre la forma de Estado igualase ni de lejos el consenso de la forma monárquica. Para qué enredarnos con el fetiche cuando una sociedad es monárquica porque le conviene...