El 23 de febrero de 1981, 23-F para la historia, el Rey Juan Carlos I superó con sobresaliente la oposición para alcanzar la legitimidad democrática como jefe del Estado. Esta fue la fecha en que muchos republicanos se volvieron accidentalistas y consideraron que lo importante en aquellos momentos era la democracia parlamentaria y no la forma en que se administrara. Crecieron los 'juancarlistas', si bien no conviene olvidar una frase del conde de Romanones, cuando trataba de convencer de la sinceridad de sus palabras a la Cámara; dijo algo así como "siempre, siempre, siempre, y cuando este diputado dice siempre... quiere decir por ahora....". El Rey sabe que la Corona estará segura 'siempre', o sea, 'por ahora', mientras el favor de la ciudadanía no derrape hacia otras posiciones. Por segunda vez, se ha enfrentado con valor y sacrificio personal a una estrategia golpista, pues al fin y al cabo eso es la corrupción. Y lo ha hecho con una rotundidad que marca, en una coyuntura crítica con muchos casos abiertos, la diferencia con una clase política corporativa y tolerante con la patología más dañina para el sistema.

Si en los últimos años el país 'independiente' -otra cosa son los fanáticos y gregarios- ha asistido atónito a la disculpa de actitudes y actividades deshonestas, impropias del servicio público, y a la desfachatez de muchos dirigentes que ponen "la mano en el fuego" por tal o cual correligionario, cogido con las manos en la masa, y no precisamente en la de una pizza, S.M. ha actuado con patriotismo y dignidad al descalificar las iniciativas 'empresariales' y viciadas de tráfico de influencias de su yerno, Iñaki Urdangarín, esposo de su hija la Infanta Cristina. El monarca pudo callarse, o dar instrucciones al jefe de su Casa para que portavoceara lo mismo que, por poner un caso, ha dicho el actual presidente del Gobierno y su equipo en situaciones idénticas: que hay que aguardar las decisiones judiciales, que hay que respetar la presunción de inocencia, que es una persecución de la policía y los servicios secretos, una dramatización periodística, la larga mano de Rubalcaba... Frente a esta forma de reaccionar, echando la culpa al mensajero, el Rey no solo transmitió a la sociedad su criterio de que la conducta de su yerno era "poco ejemplar" sino que aprovechó el discurso de Navidad para remachar estos conceptos. Antes que la familia, está el interés nacional, antes que los Duques de Palma está la ejemplaridad de los representantes institucionales.

Tras el 23-F, el 24-N es otro hito decisivo que los estudiosos considerarán clave en la identificación de Juan Carlos de Borbón con el pueblo. La Ley, ha recordado con énfasis, "es igual para todos". Pero la Ley no se aplica solamente en la parte final, la instrucción judicial, la vista pública, la sentencia, los recursos... La igualdad ante la ley empieza por respetar los semáforos en ámbar y en rojo, por no circular en dirección prohibida, por no practicar el "usted no sabe con quién está hablando". Además, si la Ley es igual para todos, los personajes públicos adquieren, con la voluntariedad de su condición, un compromiso especial con la ética y la moral, que tiene como ingrediente característico un plus de sacrificio. También deben sentirse aludidos por el mensaje del Rey los líderes que como primera reacción salen en defensa de los suyos, y de manera especial los jueces en cuyas manos y conciencias la Constitución deposita la administración de la justicia. Por eso el aplauso unánime de las Cortes a Don Juan Carlos y de las altas instituciones tiene un cierto componente de cinismo ¿o de mea culpa? Porque el mejor aplauso es imitar con hechos al jefe del Estado (su hijo el Príncipe de Asturias le ha secundado con prometedora responsabilidad y firmeza) y llegar a un gran pacto nacional contra los corruptos y los políticos 'poco ejemplares'. Lo cual haría correr muchos escalafones, eso es verdad.

(tristan@epi.es)