Vivimos tiempos de cambio y de reflexión profunda que cuestionan el sentido de nuestra vida. Son tiempos propicios para juzgar la conducta de quienes han dirigido el timón de este país en los últimos lustros pero también para juzgar nuestra propia conducta y condición con el objetivo de descubrir la verdad incómoda y envenenada en la que nos hemos metido. Es alarmante que casi la mitad de los adultos de este país prediquen que no ocurre nada, que las cosas mejorarán por sí solas o que hay que rebelarse contra las alternativas o posibles soluciones. Nadie habla de la dosis de realismo con la que tenemos que vestir nuestra realidad -que nos ha dejado desnudos económicamente- para convertir las circunstancias adversas en oportunidades esperanzadoras. En tiempo de crisis es esencial que todos aportemos soluciones, pero para eso hace falta mucho valor y sacrificio, si queremos acabar con la incertidumbre de provisionalidad de un futuro cuya duración se desconoce. El optimista tiene siempre un proyecto; el pesimista una excusa.

Es curioso que hagamos todo lo contrario de lo que debe esperarse de una sociedad que sufre la amenaza colectiva de seguir cayendo por el precipicio del desempleo y de dejar en manos extranjeras nuestra soberanía económica. Hay signos desestabilizadores que auguran tambores de violencia y rebeldía, de regreso al pasado, de enfrentamientos civiles que buscan dividir España. Ahora que se habla de guerra en muchos lugares del mundo, hay quien no tiene claro que no hay guerras buenas y malas. La guerra es justa cuando responde a una agresión. Si todos hiciéramos el amor y no la guerra, hoy día Hitler sería el dueño del mundo. Víctor Frankl explica en su libro El hombre en busca de sentido sus experiencias como prisionero en los desalmados campos de concentración que le llevó al descubrimiento de la logoterapia. ¡Cuánta vida, talento, inteligencia, conocimiento, ingenio y sueños mueren en los enfrentamientos bélicos!

Nada en el mundo ayuda a sobrevivir, aun en las peores condiciones, como la conciencia de que la vida esconde un sentido. No tengo muy seguro que seamos capaces de vivir e incluso morir por nuestros ideales y valores. Cuando un país pierde la dignidad colectiva como pueblo, es muy fácil caer en la más absoluta vaciedad. Este es un país disparatado que perdió hace tiempo la cordura. Para Frankl, la salud psíquica precisa un cierto grado de tensión interior, la tensión existente entre lo que uno ha logrado y lo que queda por conseguir, o la distancia entre lo que uno es y lo que debería llegar a ser. La realidad es que entre todos nos hemos cargado lo que habíamos logrado como individuos y como sociedad. Pero más grave aún es que no parece que nos demos cuenta de que sin esfuerzo jamás lograremos lo que queda por conseguir. Si no recordamos y aprendemos de las realidades del pasado no saldremos de ésta jamás.

Decía Thomas Jefferson que si desde Washington nos dijeran cuándo sembrar y cuándo recoger la cosecha, pronto nos quedaríamos sin pan. Jefferson fue el tercer presidente de EE UU y autor principal de la Declaración de Independencia de EE UU. El estado intolerable de la deuda pública que han creado quienes han regido las CC AA y el país en estos últimos años nos ha demostrado que aun bajo las mejores formas de gobierno, aquellos encargados del poder -con el tiempo y poco a poco- lo han pervertido en una tiranía. Ahora Berlín quiere ser el Washington europeo y nos ordena podar nuestros árboles en señal de austeridad cuando lo propio sería talar algunos y dejar que el resto siga floreciendo. Como decía un chiste que circula por Internet, no podemos apretarnos el cinturón y bajarnos los pantalones al mismo tiempo. Si talamos todos nuestros árboles, nos quedaremos sin frutos para siempre. Si seguimos por esa línea acabaremos embruteciéndonos moral y mentalmente.

Necesitamos líderes que nos guíen con dignidad por el desierto de los próximos años si queremos evitar la tragedia griega. Necesitamos un nuevo orden social para descubrir el sentido de las cosas. Es hora de frenar el derroche, la corrupción, la ineficiencia, la mediocridad, la demencia social. Y nos haremos preguntas que se han hecho otros países y a las que dieron rápida solución. ¿Qué hacer con el profesor que no enseña, con el investigador que no investiga, con el director que no dirige, con el funcionario ausente, con el liberado sindicalista que cobra sin dar palo al agua, con el trabajador que no trabaja, con el político que derrocha el dinero público y se asigna desmesurados sueldos, o con el empresario que defrauda al Estado? Buen día y hasta luego.