Abominamos de la tiranía de los mercados pero nuestra vida es un bazar abierto todos los días, una letanía interminable de ofertas y demandas. Cada cual despacha el género que puede, su inteligencia, su belleza o su dinero, y compra también según sus ansias y necesidades. Algunos arruinan sus vidas empecinándose en ofrecer lo que no tienen, y cada biografía es un dar y un tomar, el trapicheo de la supervivencia. A veces disponemos del producto que otro busca, y nos satisface la compensación que nos ofertan, y entonces se producen raras consonancias, llamadas también momentos de felicidad en las novelas. Otras, desearíamos adquirir algo que el prójimo no está dispuesto a vender, o nos piden más de lo que estaríamos decididos a dar, o aparece el fraude, y te entregan un puñado de afecto en mal estado a cambio de un amor infinito.

En las relaciones humanas, si la oferta se ajusta a la demanda, el mundo se nos aparece ordenado y armónico, y cuando sucede lo contrario, de tarde en tarde, alguien escribe una obra maestra. Lo mismo que los mercados, somos impredecibles y caprichosos, y no sabemos a menudo cómo vamos a reaccionar ante las propuestas de nuestro entorno. El mercadillo de nuestra vida no funciona sólo con monedas, aunque hay quien pretende comprar con dinero el afecto de otro, o simplemente su cuerpo, pero todo tiene un coste, a plazos o al contado, en fracasos o en salud, en esfuerzo o en desengaños. También puede ocurrir que uno acabe adquiriendo material defectuoso, descubierto con el tiempo en una amistad que parecía indestructible, o en un familiar muy querido, y se termina pagando por ello una prima de riesgo elevadísima.

Hay seductores que especulan sin regulaciones para hacerse con la simpatía y hasta con la voluntad de los demás, y personas menos agraciadas que pagan intereses mucho más altos para empatizar con sus congéneres. Los mercados acumulan plusvalías y nosotros almacenamos deseos, y también corremos el riesgo de sufrir nuestra propia devaluación. Unos ofrecen un pedazo de su libertad a cambio de un poco de seguridad, y en eso consiste en parte el fenómeno denominado amor, pero la mayoría actuamos con la misma avidez que ahora censuramos en las plazas financieras. El triunfo del capitalismo se basa en su enorme sintonía con la naturaleza humana, lo mismo que el fracaso del comunismo tiene su origen en todo lo contrario.

Todos estamos llenos y rellenos de mercado. Adquirimos del otro lo que nos complace, rechazamos los artículos humanos que nos desagradan, y muchos se tienen que conformar con las marcas blancas para ir tirando. Pero todos necesitamos combustible para funcionar, y la mayor parte hay que adquirirlo en estaciones de servicio ajenas, y retribuimos esa energía en especie, con algún carburante más o menos compatible de nuestras propias instalaciones. Nadie está libre del mercadeo y algunos se pasan la vida cambiando continuamente el escaparate de su existencia, para intentar vender algo. Solo los místicos están fuera del mercado o, mejor dicho, intercambian el género únicamente con Dios, su exclusivo proveedor. Y tampoco regalan nada, porque esperan a cambio la recompensa de una vida eterna más confortable y divina que la del resto de los mortales.

El mercadeo libre es la naturaleza humana expandiéndose por todos los órdenes de la vida y por los parqués inversionistas del mundo. Los mercados financieros y los mercados que llevamos dentro se rigen por la ley del deseo. El deseo de acumular capital o de realizar cualquier apetencia personal. El comunismo también fracasó al coartar la libre circulación del deseo, cuyo monopolio pertenecía al Estado. Abandonamos un amor cuando nos ofrece menos de lo que damos y comprobamos entonces que la balanza está desequilibrada, y hacemos números como haría un inversor, o somos abandonados cuando nos piden más de lo que estamos dispuestos a ofertar. Buscamos en los muestrarios de los demás aquello que necesitamos para completar nuestro propio catálogo, sea un afecto duradero o el polvo estelar de una tarde. Nos metemos mucho con los mercados de los dineros sin caer en la cuenta de que también nosotros operamos parecidamente a lo largo de nuestras vidas.