No todos los autores sobreviven a sus personajes, pero un personaje jamás necesitó de la guía de su creador para mantenerse en pie. El teniente Blueberry es la versión dibujada del detective Marlowe de Raymond Chandler -"un hombre que no admite ninguna insolencia"-, y ambos surgen de la imaginación fecunda de sus lectores. La vida eterna está reservada para las criaturas de ficción, por lo que las aventuras del yanqui de extracción sudista Mike Donovan perdurarán más allá de la extinción del planeta. Sin embargo, su trazo rubricado por la inconfundible nariz rota lleva la firma del francés Jean Giraud.

La papilla de los insoportables superhéroes norteamericanos comparte con Walt Disney la responsabilidad del declive inexorable de Occidente. Con el teniente Blueberry, Europa abofetea la adormecida conciencia de Estados Unidos en su territorio sagrado. Giraud le insufló la efigie desvergonzada de Belmondo, pero a menudo el flequillo se yergue y dibuja a Clint Eastwood, o los ojos se achinan al límite de Charles Bronson. Desde el inaugural Fort Navajo, los encuadres cinematográficos avalarían sesudas interpretaciones académicas. Jamás lograron anular a un Blueberry dotado de la consistencia onírica de Don Quijote, el héroe que sólo responde a su albedrío, que cabalga sobre un mundo renacido a imagen y semejanza de su inexpugnable soledad.

La desaparición de Giraud anima a entonar la Balada por Blueberry, el cornetín del regimiento que ya protagonizó Balada por un ataúd. Al igual que la mayoría de seres humanos, el autor de las facciones del arquetipo del individualismo quería ser otra cosa. De ahí sus tímidas incursiones en el cine o su desdoblamiento literal en Moebius, del revólver al cinto a la cinta interminable. Quienes hemos dedicado más horas a Blueberry que su autor, pensamos que el personaje se beneficia de cierta desgana creativa, porque así refuerza su independencia. Si no hemos entendido mal, nos enseña que ninguna derrota es definitiva, aunque la muerte a menudo lo parezca.

Con el teniente Blueberry, Europa abofetea la adormecida conciencia de EE UU en su territorio sagrado