Algún impacto debe de haber tenido la huelga, vándalos aparte, para merecer tanto esfuerzo como se está aplicando a su descalificación. Desde considerarla en sí misma como un acto de violencia, hasta pronosticar para los sindicatos la misma caída que el muro de Berlín, imagen obsequiada por Esperanza Aguirre, paladín del thatcherismo a la española. Antes de la huelga se acusó a las centrales de defender sólo a quienes ya trabajan, como si fueran los mileuristas quienes quitan el pan a los desempleados. Donde un abismo separa las grandes fortunas de las grandes miserias, es inmoral culpar a los de en medio, pero así se hace: se les acusa de fomentar el desempleo por querer evitar el despido barato y el sueldo oscilante. Y muchos lo han creído. Pero no todos, y algunos de los discrepantes salieron a la calle el día de esa huelga, recibida con la misma disparidad de criterios que un penalti dudoso en un Madrid-Barça, cuando los cronistas parecen haber visto partidos distintos, según el color de cada uno. Porque en los medios hay colores, aunque en este país no se admita con la franqueza de otros. Como los hay en los círculos intelectuales: existe un numeroso grupo de opinadores afiliados, absolutamente previsibles ante cualquier evento, que resultan muy útiles para componer tertulias. Concluida la huelga, los que sintonizan la misma onda que Aguirre van a por los sindicatos, para que dejen de molestar. Para que no pongan chinas en los zapatos del gobierno, que por algo tiene mayoría absoluta, oiga usted. Y para mandarles callar se centran en las violencias que hubo, porque las hubo, vándalos aparte. Ya hace tiempo que los sindicatos hubieran debido renunciar a los piquetes, que de nada pueden informar que no sepa ya todo el mundo. Sin piquetes, los energúmenos se quedan sin cobertura y pasan a ser una tarea de las fuerzas de orden público ­-como los casos de intimidación por la parte empresarial, cuando se dan, son tarea para los juzgados--. Pero que haya violencia en la huelga no basta para calificarla como un acto violento en sí mismo, excepto desde una concepción de la política que consista en callarse y aguantarse entre unas elecciones y las siguientes. Pero eso es alargar mucho la metáfora, y por ese camino podemos entrar en una espiral enloquecida, en la que un incumplimiento electoral sea un delito de estafa perseguible por lo penal, y una amnistía fiscal, pongamos por caso, sea lo de Robin Hood al revés. Y hablando de elecciones: tengo para mí que si andan tan dolidos no es solo por el alcance de las manifestaciones del jueves, sino porque estas llegaron tras las votaciones del domingo.