La desconfianza es el escribano de nuestro tiempo. Los grandes relatos morales sucumben en medio de una crisis de credibilidad. En Italia se asiste al amaño de los resultados del Calcio. Los guiñoles franceses denigran el deporte español -de Nadal a Gasol-, a la vez que un tribunal internacional despoja al ciclista Alberto Contador de sus últimos títulos. Si pensamos en la biografía al uso, comprobamos que lo cool es hurgar en los aspectos más canallescos de la personalidad. La prensa nacional apunta hacia el presidente del Tribunal Supremo como símbolo reciente del descrédito de la justicia. La corrupción de la clase política se convierte en una gangrena que amenaza con la amputación de órganos vitales. La socialización de las pérdidas -bancos, autopistas- contrasta con la privatización de los privilegios. Igual que en El traje nuevo del Emperador, de Hans Christian Andersen, la mitología conservadora y progresista se desmonta a una velocidad de vértigo. Durante muchos años, el neoliberalismo defendió que la desregularización de los mercados era la solución a la mayoría de nuestros males, mientras la izquierda demonizaba el capitalismo y defendía las soluciones estatales. Hoy, la izquierda y la derecha se encuentran en la posición de quien lucha contra un espejismo, desmoralizados, sin norte ni sur, incapaces de analizar los errores propios. Asimismo, la crisis de sentido se adentra en el seno de las instituciones estamentales: las iglesias, el ejército, la monarquía.... ¿Qué perdura entonces de nuestras antiguas convicciones? ¿Acaso la Europa unida en torno a su majestad el euro? ¿La separación de los poderes que sirve de salvaguarda de la democracia? ¿El pacto social? ¿Las generosas bondades de la globalización? Al quebrar la confianza se agrieta el piso social y ceden los pilares en los que se asienta la casa común. La liquidación se está haciendo por derribo y a precio de saldo.

En clave nacional, el aspecto más desolador lo encontramos en la escasa capacidad de respuesta institucional. De Zapatero a Rajoy, el retraso, por ejemplo, en la toma de decisiones, siempre pendientes de algún guiño electoral. A la urgencia de un reseteo reformista, se añade el uso continuado de eufemismos -¿fue rescate, rescatillo o la cita previa a un rescatón?- que asombra a estas alturas por su naturaleza irreal. Quiero decir que también una mentira repetida mil veces deja de ser creíble. Si lo que necesitamos son estímulos al crecimiento, ¿por qué se sostienen toda una serie de pseudomonopolios en la sombra: farmacias, notarías, registradores de la propiedad, estancos, loterías, taxis, colegios profesionales...? ¿Por qué se limitan los horarios comerciales y se ponen trabas a la apertura de centros comerciales? Y si es preciso recortar drásticamente el gasto público -según parece inevitable­, ¿por qué no se actúa con firmeza contra las grandes arquitecturas del privilegio? No, no hablo de las Sicav, sino de la peligrosa adicción de unos cuantos al dinero público.

Como la Iglesia de Juan XXIII, asediada por la modernidad, también Occidente -y Europa en concreto- necesita con urgencia un aggiornamento, una puesta al día de sus instituciones y de sus leyes, que permita rehacer el pacto social. Las preguntas son muy sencillas: ¿qué problema hay con la libertad? ¿Qué molesta de la transparencia? Precisamente la opacidad es el caldo de cultivo ideal para la desconfianza y el descrédito.