En un juicio, como en la vida misma, siempre hay un perdedor y un vencedor, un culpable y un inocente. En cualquier litigio, en una discusión, en un combate de boxeo, un partido de fútbol, en un divorcio, siempre hay quien gana y quien pierde.

Pero muchas veces son victorias pírricas; esas en que la victoria es oficial, pero en la práctica todos salen perdiendo. Y eso mismo está ocurriendo con esta crisis financiera mundial.

Imagínense si el tema es grave que llevamos cuatro años que las primeras páginas de los periódicos abren a cinco columnas con la debacle financiera. Y fíjense si trasciende que uno, que es de letras, está hablando hoy de cifras.

Desde mi supina ignorancia, intentaré explicar quién es el culpable de la subida de la cesta de la compra, de la gasolina, de la crisis inmobiliaria, de los despidos a puñados y de esta depresión social que está calando en todas las carteras y mentes.

Había un señor que se llama Greespan, era algo así como el gobernador del Banco de España pero en Estados Unidos en el año 2008, inicio de toda esta debacle económico-social-financiera actual.

Este hombre fue quien abrió la mano, cuatro años antes, para que los intereses bajasen y que todo hijo de su madre pudiese hipotecarse para comprar una casa. Se hipotecaron los estadounidenses que podían y los que no.

Las alegrías eran como los finales de las películas americanas: felices, con aplausos y abrazos.

Se lo decían: ¡Cuidado, Alan, que la vas a cagar! Y Alan Greespan, cuanto más presión económica veía, más abría la mano. Y los bancos, claro, hacían caso al que entonces era Padre Dios-gurú del Universo.

¿Que quebraban las empresas de Internet? Más dinero para ellas. ¿Que los asiáticos se ajustaban el cinturón? Más perras para el resto. ¿Que los fondos de inversión se desfondaban? ¡Eso no es nada!, decía Greespan alegremente. Y lo mismo argumentaba con la, por entonces, incipiente crisis inmobiliaria.

Y mientras todo el monte era orégano, ¿qué pasó? Que aparecieron los especuladores cambiando cromos con provocadora gratuidad y soltura, vendiendo solares en Marte y trocitos de cielo en la misma Tierra.

La bola creció de tal forma y a tal velocidad que la promiscuidad económica se extendió cual orgía romana por la Casa Blanca.

¿Y quién habitaba por entonces en la Casa Blanca? George Bush (Jorge Guagua, en versión española).

El vaquero cogió entonces sus pistolas e invadió Irak. No sólo llevó a la muerte a varios miles de sus conciudadanos (los más pobres por cierto), sino a la bancarrota a otros tantos millones.

Bajó los impuestos sólo a los potentados que le ayudaron a pagar la invasión, inflándose así la deuda pública, descuidando la inversión pública (menos la bélica), hechos que, de una forma u otra, hicieron lanzar el precio del petróleo por las nubes.

Poco después, fue a ese mismo Bush al que le temblaron las cartucheras y sus pistolas, como Cantinflas, pero sin gracia, pidiendo agua por señas para salvar a los verdugos, sus colegas de siempre que, con su connivencia premeditada o negligente ignorancia, le decía a su pueblo, ya a toro pasado: "Oye, que a mis amigos les salió mal el negocio y ahora hay que darles 700.000 millones de dólares", que salieron de sus bolsillos, de los del pueblo, para devolvérselos a los mismos que se los habían sustraído.

¿Cruel y macabra ironía o flagrante delito?

Y fueron el mismo Bush y los suyos los que intentaron echar la culpa del genocidio económico actual a los chinos, a indios e indonesios como responsables del tsunami financiero, porque ahora comen más y mejor. Y eso, claro, no estaba en sus planes.

Bush, una vez más, nos quiso contar una del Oeste pero, por fin, aunque algo tarde, ni los suyos le creyeron. Una película que acabó proyectándose como docudrama y con banda sonora que comenzó sonando a música country y acabó en blues.