Una vez decidido que este diciembre acaba el mundo por orden de los mayas, queda lo más difícil. Hay que establecer un procedimiento destructivo con la potencia suficiente para aniquilar el planeta. Produce cierto rubor que el apocalipsis se esté organizando con menos esmero que un bodorrio de la jet. Por una vez, se cuenta además con la excelente predisposición de la parroquia. Hace meses que todos mis interlocutores hablan con la resignación de quien percibe el negro futuro que aguarda al mundo tal como lo conocemos. Se ha abandonado el momento crucial del planeta en manos de la improvisación. Esperemos que ningún creativo se descuelgue con la propuesta de un tsunami, fenómeno más explotado comercialmente que una secuela de Hollywood, y casi tan dañino.

Un bicho hiperactivo carece de tiempo suficiente para propagar una infección planetaria, y el termómetro apunta a que sobreviviremos al calentamiento global del verano en curso. La Nasa tampoco ha informado de que merodee por las proximidades algún meteorito que doble la velocidad de la estación especial, y que haya sido programado por Al Qaeda para impactar sobre la Casa Blanca. El libro Megacatástrofes, escrito por dos científicos concernidos por el protocolo de extinción, debe servir de guía a los diseñadores del apocalipsis. Una de sus propuestas más estéticamente satisfactorias consiste en que la Tierra se desagüe hacia un universo paralelo, por uno de los agujeros de gusano fabricados en los aceleradores de partículas.

Se impone una cumbre en Bruselas, que consensúe el método óptimo de extinguir el planeta. Una invasión de naves espaciales tripuladas por mayas lograría una audiencia similar a la selección española de fútbol. No descartemos un ordenador enloquecido, que asuma las riendas del planeta y declare inservible a la especie humana. Plantear una erupción volcánica equivale a regresar a Julio Verne. Y seguro que, por destructivo que sea el procedimiento ideado, dejará intactos a los banqueros. El que avisa no es traidor.