El ejercicio responsable del periodismo ha llevado siempre implícito el reconocimiento de que la información es, por encima de todo, un derecho fundamental de los ciudadanos, y no una simple mercancía que pueda ser comprada o vendida al mejor postor.

Aunque a lo largo de la historia reciente del periodismo hay también ejemplos de escasa sensibilidad ética en periódicos de cierto prestigio, ésta ha sido hasta ahora por lo general una línea divisoria que a un lado ponía a un tipo de medios que conciben la información como un espectáculo en el que todo vale, y situaba al otro lado de esa línea a los periódicos que tenían muy claro que en periodismo la preparación, la honestidad, el rigor y la persistencia son los pilares más sólidos en los que basarse.

Pero, tal como vienen advirtiendo últimamente, entre otras, entidades como el Poynter Institute, la reciente aparición de grandes escándalos periodísticos (pinchazos, espionaje, etc.) y la situación que atraviesan los medios de comunicación, amenazan con rebajar el listón de la deontología, de manera que, ante estos grandes excesos y necesidades, por comparación, actos que antes entraban en lo no ético, ahora son considerados normales o incluso quienes trasgreden la norma sólo reparan en el error a posteriori.

Un ejemplo de ello es el caso de la periodista estadounidense Bárbara Walters y de la joven Sheherazad Jaafari. Walters, en cuya lista de entrevistados figuran presidentes y primeros ministros de todo el mundo, empezó en 2011 a hacer las gestiones para entrevistar al dictador sirio Bashar Al-Assad. La gestión de la entrevista no se aventuraba sencilla. Y ahí entró en juego Sheherazad Jaafari.

Jaafari, una joven glamurosa de 22 años, hija del embajador sirio ante las Naciones Unidas, era en 2011 una de las consejeras de prensa de Al-Assad, y alguien imprescindible para acceder al dictador sirio. Bárbara Walters se apoyó en Jaafari para que convenciera a Al-Assad de aceptar la entrevista. Jaafari logró finalmente persuadir al dictador y le dio de paso algunos consejos tales como admitir algún error durante la entrevista, ya que "la mentalidad estadounidense puede ser fácilmente manipulable cuando oyen que se han cometido errores" pero que ya se están "corrigiendo".

La entrevista se produjo finalmente en diciembre del año pasado, pero las cosas no salieron como Jaafari las había planteado a Al-Assad. Bárbara Walters preguntó al dictador sirio sobre las matanzas en el país árabe, los arrestos de niños y las privaciones de libertad. Al Assad se sintió humillado por Walters y defraudado con Jaafari y sus consejos, e inmediatamente la despidió. Al perder su empleo en Siria, Jaafari se planteó regresar a EEUU, donde había estudiado y donde estaba su familia, y, gracias a la relación que había trabado con Walters, le pidió que la contratara en la ABC, cadena para la que trabaja Walters. La veterana periodista le dijo que no podía contratarla, porque no sería ético, pero que intercedería para que la contrataran en la CNN, o la admitieran en la Universidad de Columbia, en donde Jaafari había presentado solicitud para formar parte de un máster del selecto SIPA (School of International and Public Affairs). Walters hizo uso de su influencia, y si bien no obtuvo respuesta de sus peticiones a amigos en la CNN, sí logró que un profesor de la Escuela de Periodismo de Columbia, Richard Wald, a quien Walters presentó a Jaafari como "una joven brillante, bella y con conocimiento de cinco idiomas", le asegurara que aunque la Universidad de Periodismo no estaba conectada con la SIPA, iba a prestarle una especial atención y que estaba convencido de que sería finalmente admitida.

Y tal como había previsto el profesor Wald, sucedió. La ex consejera de Al-Assad fue aceptada. Cuando se filtraron los correos entre Walters y Jaafary, quedaron al descubierto todos los deslices éticos que han rodeado este caso, que ha desatado una gran indignación en los colectivos sirios de EEUU y los opositores al régimen de Al-Assad, así como en la propia Universidad de Columbia.

Por un lado, Bárbara Walters no había reparado en que, en definitiva, estaba apoyando a una persona muy cercana a Al-Assad, vinculada con su sangriento régimen, y que, además, como demuestran los correos filtrados, profesa una gran admiración por el dictador sirio.

Bárbara Walters, al ayudarla, se dejó llevar por la consideración de "víctima" de Jaafari y el apoyo que le prestó para conseguir la entrevista, olvidando que las víctimas de verdad son los que sufren la persecución en Siria y no la asesora de prensa del dictador. Walters, al menos, se ha disculpado. "Me he dado cuenta del conflicto que se ha creado y lo lamento".

Por otro, si en verdad Jaafari, como ha declarado, lo que quería era, tras haberse formado en EEUU, ayudar a su país de nacimiento en tiempos difíciles, eligió el camino más sencillo, y el más equivocado. Su adhesión al régimen y al dictador sirio la convierten en cómplice y la dejan en una posición difícilmente disculpable.

El profesor Ward, antes de comprometerse a interceder por la joven asesora, debería haber tenido muy presente un lema que le resultará muy familiar, el mismo que animó a Pulitzer a principios del siglo XX a impulsar y financiar la creación de la Escuela de Periodismo de Columbia: popularizar los medios de comunicación para que pudiera salir a la luz "that the people shall know", lo que el pueblo debe saber, y que repiten día a día los profesores de periodismo de la Universidad de Columbia a sus alumnos. Si Ward hubiera reflexionado sobre si lo que iba a hacer era algo que el pueblo tenía derecho a saber, hubiera llegado probablemente a la conclusión de que su actitud devaluaba su compromiso ético, una materia que conoce bien porque sobre ella versan algunas de sus clases.

Y, finalmente, la Universidad de Columbia, a la luz de este caso, debe replantearse su política de admisión y definirla en un marco en el que se impongan ciertas reglas éticas. Si pesó en la decisión la recomendación de Walters, el error es ya indiscutible. Pero aunque no hubiera sido así, y tal como ha sostenido el órgano rector, la resolución se tomó basándose en el material enviado por Jaafari, el debate no queda cerrado. ¿Puede una escuela que se precia de formar a los mejores líderes del mundo admitir a los que han trabajado, trabajan o representan a regímenes en los que se producen tales agresiones a los derechos humanos? ¿Pueden admitirse candidatos que, aunque no están directamente vinculados con los gobiernos ejecutivos, forman parte de partidos o instituciones que apoyan a gobiernos sanguinarios o dictatoriales? ¿Dónde está el límite?

En el caso de Jaafari, para muchos, empezando por ejemplo por la única estudiante siria que había en el SIPA cuando se tramitaba la solicitud de Jaafari, no hay duda: nunca debía haberse aceptado a alguien que ha trabajado para un régimen que ha derramado tanta sangre de civiles. Lo mismo dicen los grupos defensores de los derechos humanos en Siria.

Sería un buen momento, a la luz de este caso, para que la universidad que acoge a esta prestigiosa Escuela de Periodismo que se ha preciado de marcar el camino en el mundo de la información, reflexionara sobre la ética y, empezando por sí misma, redefiniera un marco que la ayudara a alejarse, no sólo a ella, sino por extensión a todo el periodismo, del cada vez más preocupante "todo vale".