Era ciertamente un duelo desigual el establecido entre el presidente francés, François Hollande, y la canciller alemana, Angela Merkel. Ambición de "grandeur" política frente a real poderío económico.

Como ocurre tantas veces con las promesas electorales, que se convierten en papel mojado al día siguiente de las elecciones -y de eso sabemos mucho en este país- el socialista francés ha tenido que tragarse su pretensión de "renegociar" el rigidísimo pacto fiscal, que sólo ha logrado complementar con un protocolo sobre el crecimiento.

La prensa gala no ha tenido más remedio que reconocer que tal vez hubo precipitación en dar como clara perdedora a la canciller en la última cumbre de la Unión Europea, en la que, dejando a un lado sus posiciones ideológicas, los países del Sur formaron un frente común frente a la cada vez más intolerable rigidez alemana.

Es cierto que, sintiéndose por primera vez acorralada, la líder cristianodemócrata tuvo que ceder en algunos puntos, pero, como señalaba un observador del país vecino, no puede hablarse ni mucho menos de capitulación alemana, sino todo lo más, de "repliegue táctico". En el asunto que más interesaba a los mediterráneos como es la mutualización de la deuda mediante la creación de los famosos eurobonos, habrá que seguir esperando, no a que la presente canciller se muera -ella misma dijo, tal vez en un arrebato, que no los habría mientras viviera-, pero sí al menos a que se den las condiciones que impone Berlín.

La vicepresidenta de la Unión Cristianodemócrata, el partido de Merkel, Ursula von der Leyen, lo ha dicho claramente: sólo cuando haya una política fiscal común, que incluya la fiscalización de las deudas ajenas, podrán tomarse en consideración los eurobonos.

Y si los países del Sur podrán beneficiarse del Mecanismo Europeo de Estabilidad, éste quedará sometido a la regla de unanimidad de los diecisiete países del euro, es decir, que estará a la merced del veto alemán. Quienes soliciten ayuda deberán hacerlo al Eurogrupo, con lo que Berlín impone también su exigencia de que no haya nueva ayuda sin condiciones.

En sus negociaciones con los socios europeos, Merkel no actúa movida sólo por su ideología sino que tiene que atender en todo momento a un contexto nacional nada fácil: unas elecciones generales el próximo año, en las que necesita el apoyo incondicional del partido hermano bávaro, la CSU, que ha puesto ya una serie de líneas rojas a cualquier nueva ayuda a los países con dificultades.

A lo que se suma el justificado empeño del Tribunal Constitucional alemán en estudiar la letra pequeña de todos los pactos europeos que se firmen y que supongan más cesión de soberanía a Bruselas en detrimento del Bundestag.

Los alemanes son conscientes ahora de que fue tal vez precipitada la creación del euro en ausencia de una unión política, fiscal y presupuestaria previas, pero también saben que su país ha sido el mayor beneficiario de la moneda única y que las consecuencias de abandonarla en este momento serían sencillamente desastrosas: el marco se revalorizaría fuertemente como el franco suizo y se resentirían las exportaciones a Europa, que sigue siendo su principal mercado.

Al mismo tiempo, no están dispuestos a pagar por los "vicios" ajenos y quieren que sus socios de la eurozona se responsabilicen de los excesos cometidos y no pretendan que sean otros, que hicieron ya a tiempo sus deberes, quienes los saquen ahora del pozo y los liberen de los necesarios sacrificios. Como reza el dicho: el que la hace, la paga.

Que ha habido durante decenios excesos, duplicidades, despilfarro de recursos, corrupción y una buena dosis de irresponsabilidad en los países del Sur -pero ¿sólo en ellos?- es algo que no puede negarse y que sólo se podrá corregir eventualmente con un cambio de mentalidad y de cultura política.

Pero el exigible rigor no puede consistir en imponer a todo el mundo la misma cura de caballo que no hará que sane el enfermo sino que, como viene pronosticando el premio Nobel Paul Krugman, agravará por el contrario la enfermedad.

Exigir mayor responsabilidad, sí, pero a todos, porque también los bancos alemanes hicieron préstamos irresponsables, contribuyendo de ese modo a la burbuja inmobiliaria, causa principal, al menos en el caso español, de la presente desgracia.

Una mayor coordinación europea y una mayor fiscalización de los presupuestos nacionales si queremos seguir en el euro, como todo el mundo cree que nos conviene, pero sólo con suficientes garantías democráticas para que sean los propios ciudadanos a través de sus representantes y no cada vez más organismos supranacionales, integrados sólo por tecnócratas que no responden ante nadie, quienes decidan sobre cosas tan fundamentales como el gasto público, los programas sociales o las reglas del mercado de trabajo.

Porque se impone la muy fundada sospecha de que se trata únicamente de aprovechar la crisis para cargarse buena parte de las conquistas sociales de la posguerra con el argumento de que sólo así podremos hacer frente a los retos que la globalización nos impone a los europeos.

Si ése es el precio que hay que pagar para salvar al euro, ningún sacrificio habrá valido la pena.