Cuando visité Portugal por primera vez, hace más de 30 años, sentí que había viajado en el tiempo más que en el espacio porque el presente de ese país tan cercano conservaba restos de un pasado que en España ya estaba muerto o desaparecido. En parte por lo que estaba a la vista, en fachadas y escaparates. En España se tira todo para hacer encima lo siguiente o para comprar a plazos lo nuevo y en Portugal no se tira nada que esté en uso y lo que está en desuso permanece junto a lo nuevo, se diría que a la espera de un futuro mejor.

En los viajes siguientes mantuve esta impresión de turista, matizada por otra hipótesis, la de un universo paralelo en el que el tiempo discurre a otro ritmo, la vida se organiza con otro horario y las personas se relacionan con más cortesía, prudencia y discreción siempre que actúen de las aceras para adentro. En la calzada, sea de la calle, sea de la autopista, el excelentemente educado Portugal aplica a la circulación valores muy diferentes a su andancia. A ojos del extranjero educado en otro sistema autoescolar, su conducción es agresiva y abusona.

En mi última estancia en Portugal no habían cambiado mucho las cosas -ni a pie ni en coche- pero esta vez tuve la sensación de viajar al futuro cuando oía en sus informativos de televisión cómo tienen echadas las cuentas nacionales de la diabetes, la comparan con la peste negra y calculan el efecto catastrófico que puede tener en el Sistema Nacional de Salud, cómo necesitan conocer el número de amputaciones de piernas por zonas para ponerlo en relación con el número de podólogos. El futuro se veía también en cómo hay 147.000 trabajadores que ganan menos de 310 euros (y dos de cada tres no superan los 900) y en que un suplemento dominical dedicaba su portada a explicar cómo es la vida en Portugal de los responsables del Fondo Monetario Internacional que participan en la intervención económica del país.