Las llamas cercan y queman el Parque Nacional de Garajonay, el tesoro verde de La Gomera y patrimonio natural de la Humanidad. Lo triste es que es la crónica de una tragedia anunciada, con unos antecedentes muy claros sobre el peligro que se cernía: olas de calor, sequía severa y, por lo que se ha comprobado, falta de medios y poca coordinación entre las instituciones.

Este trío de calamidades no ha aparecido de repente, no ha surgido de un día para otro, sino que su presencia, aunque invisible, se presentía cercana. Esto huele a una política de manga por hombro en materia de seguridad ambiental, de poca claridad de ideas y medios a la hora de atajar el peligro del fuego, o al menos eso se concluye de las opiniones de los ciudadanos. Si se oye hablar a los vecinos afectados, muchos afirman que no, que se ha podido hacer más de los que se ha hecho, pero al final han sido sus casas, sus animales, los que han pagado el pato. Las quejas por no permitírseles retirar la pinocha de los campos para evitar incendios, entre otros lamentos, se han repetido más de una vez. La acción intencionada de dañar el emblema de la isla colombina, como sospechan los investigadores, es imposible de controlar, pero tampoco es menos cierto que una vez que se inició la batalla contra el fuego, las tropas que fueron a contrarrestarlo, pese a sus esfuerzos, dedicación y tenacidad, no solo han tenido que luchar contra las llamas, sino con las declaraciones cruzadas de los políticos -tres instituciones y tres colores políticos implicados en el problema-, más difíciles de sofocar que los mismos incendios.

En estos dimes y diretes se ha perdido tiempo, un tiempo precioso malgastado en contar el número de hidroaviones necesarios para intervenir, en la hora de la petición de esos aparatos -como si se tratara de una cita previa con la catástrofe- o la falta de un acertado análisis del verdadero alcance de la situación. Calor, fuego e improvisación son las antorchas que han incendiado La Gomera, demostrando una falta de visión del grave peligro sobre Garajonay, una catástrofe que no debió producirse, pero que, lamentablemente, la tenemos encima. Ahora queda, ya que las lamentaciones, incluso con lágrimas, no apagarán el fuego, concentrar los esfuerzos en salvar a un tesoro natural que es de todos y que a todos debe doler. El politiqueo puede esperar.