Desdeñados hasta no hace mucho, los disc-jockeys acaban de reivindicarse con la entrada de su oficio en las listas de la revista Forbes, que estos días numera por orden de ingresos a los diez más adinerados del mundo. Baste decir que la suma anual de sus ganancias asciende a unos cien millones de euros: cifra superior a la nómina de Los Ángeles Lakers, que es el referente usado por los contables de Forbes. Cuando menos en lo tocante a retribución, queda claro que un pinchadiscos no es precisamente un pinchaúvas. Hasta puede ganar más que Pau Gasol, sin necesidad de sudar la camiseta.

Nadie lo hubiera dicho en los remotos comienzos de la profesión, cuando la función de disc-jockey solía reservarse en los guateques al más torpe del grupo, para que el hombre se entretuviese con el tocadiscos mientras los demás ensayaban sus primeros magreos en el baile. Han tenido que pasar algunas décadas y mucha música bajo los puentes hasta la irrupción del "electronic dance", que viene a ser la variante tecnológica de los bailes de toda la vida. La nueva religión tiene su templo en las discotecas -mayormente, las de Ibiza- y sus sumos sacerdotes en los DJ que actúan en ellas como "residentes", tal que si fuesen MIR de hospitales. A fin de cuentas, lo suyo también es pinchar.

Símbolo de toda una época, los disc-jockeys hacen más o menos lo mismo que los selectores de contenidos en Internet. Salvo muy raras excepciones, no son creadores ni aportan a la música otra cosa que el antiguo popurrí de éxitos: técnica ya descubierta en su día por las orquestas de verbena. Ofrecen al público una especie de salpicón de corcheas que cada DJ aliña según sus particulares gustos, por más que todos acaben sonando sospechosamente igual.

Parece fácil, pero algún truco ha de tener el oficio a la vista de las formidables ganancias que obtienen algunos de estos modernos hombres-orquesta sin más que mezclar varios temas y añadirles efectos especiales.

Ni siquiera el nombre es importante. El líder de la especialidad se hace llamar nada menos que Tiesto y, pese al escaso glamour de ese alias, ganó cerca de 18 millones de euros el pasado año (si hemos de creer a Forbes). El rey de las pistas se llama en realidad Tijs Michiel Verwest y es un holandés nacido en Breda que no para de acumular números millonarios. Tiene una pandilla de 11 millones de amigos en Facebook a los que hay que añadir el apoyo de un millón de seguidores en Twitter, lo que acaso contribuya a explicar la millonada que ingresa anualmente, a razón de 200.000 euros por actuación. Más modestos, los siguientes en la lista amasan cantidades de entre ocho y doce millones cada año bajo los nombres -o, más a menudo, alias- de Skrillex, David Guetta, Steve Aoki o Swedish House Mafia. Aun así, algunos de ellos han trascendido ya los recintos discoqueteros para ofrecer conciertos, o lo que sea, en lugares de tanto aforo como el Madison Square Garden y el Staples Center de Los Ángeles.

Dadas las circunstancias, parecía inevitable que el Gobierno diese rango académico al oficio mediante la creación del título de disc-jockey que acaba de aprobar el Ministerio de Cultura. Parece lógico. A diferencia de una vulgar ingeniería, esta titulación permite hacer carrera a los jóvenes incluso en tiempos de crisis. Y de tener que emigrar, no habrían de ir mucho más allá de Ibiza.