No abre uno un periódico de un tiempo a esta parte sin que le salten a la vista titulares sobre casos de corrupción, latrocinio o toda suerte de timos y engaños en cualquier lugar de nuestra geografía. Es como si todos los delitos posibles contra el dinero público y privado se hubiesen enseñoreado algún tiempo del país.

Si en lugar de trasladarse en coche oficial, que costeamos entre todos, muchos de esos políticos pisasen de vez en cuando la calle como gente normal, o como hacen sus colegas de países con democracias más arraigadas que la nuestra, oirían cómo los ciudadanos, con el agua al cuello por tantos recortes, se declaran cada vez más hartos de la clase política en general, tanto de quienes están en el Gobierno como en la oposición, y se quejan en voz alta de que "todos son igual de ladrones".

Es una queja por supuesto tremendamente injusta, caldo de cultivo además de peligrosos populismos como se está viendo en otros países, ya que no discrimina entre quienes, para hablar como la gente, "roban" más, quienes "roban" menos, y quienes, ejemplarmente virtuosos en un país de "listos", no entran en ninguna de esas dos categorías.

La situación ha alcanzado mientras tanto tal gravedad que uno escucha a veces a gente que, con poca memoria y en su desesperación, parece añorar hasta los años del franquismo sin comprender que mientras duró aquel régimen quienes robaban lo hacían con garantizada impunidad porque no había prensa ni jueces democráticos que pudieran denunciar o juzgar sus fechorías.

Algo hemos ganado mientras tanto ya que al menos, aunque muchas veces sea con retraso, los medios airean esos escándalos.

Y, sin embargo, faltos de cultura democrática, aquí nadie parece considerarse responsable de nada. Banqueros que arruinan bancos o cajas y se atribuyen, antes de salir por la puerta grande, pensiones con las que podrían vivir lujosamente no una sino veinte vidas si las tuviesen. Políticos locales, regionales o nacionales que, insatisfechos de sus sueldos y prebendas y creyéndose más listos que nadie, aceptan sobornos o recurren a toda suerte de tramas ilegales para mantener un tren de vida que nunca habían soñado.

Políticos que se conchaban con empresarios del sector inmobiliario o cualquier otro y cuyas conversaciones, oportunamente grabadas, traicionan no sólo los fines ilícitos que persiguen sino la chabacanería y soez extremas de unos y otros hasta el punto de producir auténtico sonrojo.

Si muchos de quienes deberían predicar con el ejemplo actúan con tal avidez y espíritu de rapiña, ¿cómo esperar que el ciudadano de a pie pague religiosamente sus impuestos o cumpla sus otros deberes cívicos si de alguna forma puede evitarlo?

Ya sabemos que el nuestro es el país al que el mundo debe el género literario de la novela picaresca, pero han corrido desde entonces mucha agua bajo los puentes, y , aunque el país sea muy otro y los métodos empleados, más sofisticados, en el fondo algunas cosas parece que no han cambiado.

Más que reformas y recortes, que sólo perjudican a los más débiles, lo que hace falta, y con urgencia, es una profunda regeneración moral. Ya lo decían muchos de nuestros clásicos.