La original coleccionista Carmen Thyssen respondió hace unos días a la bulla independentista en Cataluña: "Yo, como los cuadros, estoy por encima de todo". La exmiss tiene razón en parte. Es verdad que la crisis económica no apaga las cotizaciones estratosféricas de determinados artistas. Sotheby's, por ejemplo, espera conseguir el cinco de noviembre en una subasta entre 35 y 50 millones de euros por la obra Nature morte aux tulipes de Pablo Picasso, un retrato cubista de su musa y amante Marie Thérèse Walter, pintado en 1932. El segundo segmento de la afirmación de la baronesa aparece vinculado a una faceta más sentimental y romántica: las obras de arte están ahí siglos y siglos, admiradas, observadas, llenas de vida, orgullosas, egocéntricas, acostumbradas a la fama... Pero la historia, los historiadores, siempre están dispuestos a revolverse contra esa rutina, y a hacerse preguntas que a veces no obtienen respuesta. ¿Quiénes son los personajes que pintó Hopper en Halcones de la noche? ¿Conocemos de verdad a Caravaggio? ¿Existió una Gioconda inicial, anterior a todas? ¿De dónde salía la fuerza de Bacon? Es verdad que los cuadros, con su belleza, son autosuficientes. Pero ello no quita que se les pueda hacer hablar más, agrandar su leyenda o romper mitos que flotaban a su alrededor.

Este preámbulo surge de la sorpresa ante el Esteban March aparcado por el Museo del Prado en la Casa de Colón desde hace, más o menos, siete décadas. El orbe del arte, también con sus dosis de espectacularidad como en tantos otros ámbitos de la cultura, tiene a olfateadores que viajan por el planeta, entran en los archivos digitalizados, contactan con especialistas, o simplemente tienen un tropiezo casual con un supuesto hallazgo. Y digo casual por: todo o casi todo lo que hay en los fondos de la pinacoteca nacional es susceptible de interés. Ahí está Juan Bautista Maíno con su colorida Adoración de los Magos, maestro de Felipe IV, recuperado de los sótanos y objeto de una importante exposición de la institución museística en 2009. En el caso del March investigado, atribuido con anterioridad al italiano Massimo Stanzione, se cumple la perspectiva de que no hay obra del Prado desperdiciable: con tal ideología puso sus ojos el periodista Fernando Rayón sobre el San Jerónimo escribiendo custodiado por el Cabildo grancanario en sus fondos del edificio de Vegueta. Y creyó ver indicios de José de Ribera, los suficientes para robar una imagen a través de su iPhone y despertar el interés de los conservadores del Museo del Prado. Rayón es director de la revista ArsMagazine, especializada en dar a conocer hallazgos que revolucionan el arte y que provocan verdaderas contorsiones de placer entre los entendidos.

¿Por qué no se cuestionó hasta ahora la autoría de March y antes la de Stanzione pese a las sospechosas cualidades del cuadro? Simplemente por el carácter jerárquico, cuasi militar, que conlleva situar un cuadro en un estatus determinado. La atribución a un pintor por los cuerpos funcionariales se puede mantener y cruzar la mitad de un siglo, pese a que el cuadro, como en el caso del San Jerónimo escribiendo, pertenece a la colección de Isabel de Farnesio, tal como acredita la Flor de Lis que identifica a las obras de su fondo real. En realidad es esta especie de mezcla entre soledad, olvido y extrañamiento lo que hace que el descubrimiento en torno a la pintura adquiera, una vez divulgado, un morbo inusitado. El italiano Gianni Papi, el teórico que reclama la autoría para José de Ribera de la obra de la Casa de Colón, sostiene que el inquietante San Jerónimo tiene su origen en la etapa joven del artista valenciano del siglo XVII. Una época en la que, afirma, el pintor estuvo vinculado desde niño al gran Caravaggio como uno de sus aprendices, y del que asumió su habilidad con la media figura y con el tenebrismo que destila el cuadro. Un Ribera perteneciente a la llamada Escuela de Roma dispara, cómo no, toda una literatura e imaginario sobre su pertenencia a ese selecto grupo de artistas pagados por mecenas, y con una vidas plagadas de incidentes y escándalos por su bohemia, como así fue con el autor del famoso Los jugadores de cartas, dueño de un puzle biográfico aún en formación.

El mismo concepto de inamovilidad entraña, claro está, toda una liturgia para deshacer el supuesto entuerto. En cuanto al March con posibilidades de ser Ribera el ceremonial empieza con un acta de levantamiento, por el cual el Museo del Prado embala la obra y se la lleva a Madrid. Allí se evacuan los informes necesarios y se hace el cotejo imprescindible entre la masa documental para, en caso de confirmación, proceder a anunciar el hallazgo del nuevo Rib era con bombo y platillo. La metodología desemboca en el cambio de autoría en los inventarios, un aumento de la riqueza de la pinacoteca (no cotiza igual un March que un Ribera) y un escalón más para el reconocimiento de los expertos del Prado, si bien, en esencia, la permanencia de la firma a lo mejor hubiese cruzado otro siglo (o hasta el fin del mundo) si no llega a ser por el enérgico chivatazo. Siempre hace falta un excelente soporte de ideas, no es suficiente con el aroma, la brisa o la débil sugerencia de los colores.

Los cuadros, es verdad, suelen estar por encima de todo, pero ello no debe hacerlos intocables ni tampoco impenetrables. Las obras universales del arte, a veces sólo reducidas a un precio impactante, tienen vida y respiración. Están en un almacén, cuidadosamente ordenadas, pero con ganas de expresarse, de manifestar sus secretos. Quitar el velo a sus enigmas nos ha permitido conocer que La dama del armiño era de Leonardo da Vinci, o que tras los cuadros La mujer judía vendiendo naranjas o El cristo cargando tras la cruz se escondían dramas de familias judías cuyas vidas morían en los campos de concentración, mientras los nazis se llevaban sus tesoros. La persecución de las pinturas, finalmente, permitió su restitución al lugar de origen. ¿Cuál es la intrahistoria que aguarda al investigador tras el San Jerónimo escribiendo? Quizás no sea una catarata o una apoteosis de acontecimientos singulares, pero ya sólo imaginarlo constituye un filón para el transcurso del tiempo.