Uno de los recursos más básicos utilizados al calor de un debate es tirar de la gente, en sus diversas modalidades. Así existe la gente a secas con la que ya sea un político u operador de tiro pichón acude a este sustantivo colectivo para hablar en nombre de los demás, otorgando categoría universal a una percepción propia o del grupo que representa. Ejemplo: "La gente le ha perdido el respeto", citado ayer por el diputado popular Miguel Cabrera, refiriéndose al señor presidente del Gobierno, Paulino Rivero.

Esta afirmación del macho alfa popular sobre la pérdida de cortesía hacia el líder aborigen no viene avalada por estadísticas que muestren si efectivamente se está produciendo esta alarmante reducción del respetito y, mucho menos, qué cantidad de individuos están en ello y en qué diferentes grados de mala educación.

Otro significado distinto se obtiene cuando se antepone el pronombre posesivo nuestro. Esto es muy del propio Mencey: "He visto con orgullo", declama en su blog, "cómo nuestra gente mantiene muy vivos los valores que siempre han caracterizado a...", los indígenas que tocan chácaras y votan Coalición.

Aquí lo que el guía de la nación atlántica ha deseado enfatizar, queridos hermanos, es que la gente de él tiene unas peculiaridades especiales, unos valores extraordinariamente isleños que, ah, no disfrutan otras gentes no adscritas a su fundamento, mayormente costumbrista.

Pero si restamos a la gente de Cabrera de nuestra gente de Rivero, ya tenemos un lío formado. Lo que queda es esa otra gente, que es de todas las gentes la más díscola y despreciable.

En este colectivo no solo se hallan los que ni lo uno ni lo otro, sino también, un cierto tipo de gente, (D), cuyos hábitos sociales son desconocidos por la gente bien, o A, que es la que habla en nombre de las gentes que pierden el respeto y las que tocan las chácaras (B y C, respectivamente). Este grupo D suele protagonizar paros, guateques antisociales, disturbios e, incluso dejan de pagar sus casas, faltándole al banco y al sistema. Es lo que se conoce en literatura política como gente del común, y que remata el mapa de la tortuosa e infranqueable distancia entre la gente dirigente y lo que viene siendo la gente más corriente.