Una parte importante de la ciudadanía no perdona ni olvida el silencio, retraso o contemporización de la clase política, sindical y judicial ante fenómenos que están ya no solo descascarillando el estado del bienestar, sino que están expulsando, literalmente, a las familias de sus hogares.

La crisis económica, que en su descontrolada riada sigue arrastrando consigo puestos de trabajo, economías domésticas (hoy asilvestradas), utilitarios familiares, furgonetas de autónomos o, más dramático aún, los desahucios de casas, parece haber sido presenciada por nuestros defensores de lo público y vigilantes de lo laboral desde la barrera.

¿Entiende un niño por qué a partir de hoy ya no dormirá en su vivienda, en su casa, la de siempre? ¿Por qué ya no disfrutará de su habitación? ¿Por qué tendrá que despegar sus pósteres de la pared, sacar su ropa del ropero para apilarla en cajas de cartón? ¿Dónde lo dejará la guagua del cole este lunes? Un niño que se pregunta por qué sus padres ya no sonríen, por qué tantos susurros nocturnos desde la cocina con sollozos sordos para que no los oigan. ¿Qué ocurre? Algo muy malo habrán hecho sus padres para que hasta la policía esté golpeando en la puerta de casa, exigiendo que abran. ¿Dónde dormirá, comerá y estudiará mañana?

Y ya no me ciño al daño económico que produce un desahucio, sino al coste emocional y psicológico para la unidad familiar, en especial para los menores de edad que la componen, quienes acaban siendo víctimas de un shock postraumático de similar intensidad al sufrimiento que padecen los familiares del accidente aéreo de Spanair o de la reciente avalancha del Madrid Arena. No les hablo ya de los dos suicidios, incluido el de un joven de Gran Canaria el pasado mes de octubre y que pasó casi desapercibido por los medios de comunicación, así como de los conatos de autolisis que comienzan a recorrer la geografía española.

El pueblo ha aguantado hasta hoy con estoico civismo la paciencia requerida por el Gobierno. Nos repiten consignas de que todos debemos remar en la misma dirección, que estamos en el mismo barco, que el esfuerzo de todos nos ayudará a salir de esta dura situación?

Pero el sistema financiero español no ha calculado los daños colaterales que acarrearían desde que abrieron la veda, su particular veda, de caza a la casa. A ellos, el Gobierno les ruega (¡!) apliquen el código de buenas prácticas mientras al común le aplican, sin pestañear, el Penal. Ellos reciben los fondos del BCE a cero euros de interés y a los ciudadanos nos imponen su modesto código de la usura.

400.000 familias españolas ya han sufrido el lanzamiento, otras 200.000 están en el corredor de la muerte, casi 8.000 de ellas viven en Canarias y Gobierno, Congreso y Senado continúan con su cruce de inculpaciones sin más. Cada día que pasa se colma la bolsa de familias despojadas. Urge la intervención inmediata. Los responsables de este desaguisado social están perfectamente identificados. Tienen DNI, NIF, CIF y SIP, pero me asalta la gran duda: ¿tienen alma los bancos?

Recuerdo que de niño siempre me pregunté qué significaba aquel rótulo que colocaban en la sucursal sobre la maciza compuerta: "Caja fuerte de apertura retardada". Ya encontré la respuesta.