E l Tribunal Superior de Justicia de Canarias acaba de condenar al exalcalde de Teguise, Juan Pedro Hernández Rodríguez, por dar licencias de construcción allí donde no debía. Un clásico asunto que no debería llevarnos a halarnos de los pelos porque acabaríamos en apenas días con el negocio de la fotodepilación canaria.

Para que se ubiquen, el colisionado nacionalista Juan Pedro recibe hoy tratamiento de "excelentísimo señor diputado" y el pufo que nos ocupa data de finales del siglo pasado. En esta era geológica transcurrida entre que otorgó, en contra de informes y sentido común, los dos permisos para espichar sendas casas en suelo rústico, al hombre le ha dado tiempo de ser consejero del Cabildo, senador, repetir en la Alcaldía, y, cómo no, alongar en 2011 como diputado de nuestro excelentísimo Parlamento.

Son 12 años, 12, para llegar a una sentencia de cajón que se comprueba mirando la licencia, yendo al sitio, oteando con los ojillos que efectivamente existen unos bloques donde solo debería haber conejos y cotejando luego la firma del hoy diputado. Hasta el propio Tribunal le amortigua el vainazo condenatorio por reconocer que el embolado estuvo seis años quieto parado en los juzgados, a lo que se sumaba la dificultad, explica, para que las administraciones facilitaran información, quizá, eso no lo aclara, porque estuvieran gobernadas por compadres afines y por tanto reacios a la fos.

Esto, lejos de ser un ay que me vuelvo loca, abre un campo de esperanza. Pónganse a los supereficaces juzgados que tramitan desahucios a velocidad de la luz a gestionar las corruptelas que se les atragantan a los tribunales superiores, y a los superiores a instruir de mala gana nuestras miserias domésticas y se obtiene un dos en uno: una retahíla de imputados que por fin podrán explicarse muy rápidamente, que es lo que desean cuando los empuran, y otra fila india de aquí a Connecticut de casos hipotecarios atascados, encajonados y sin interés alguno por resolver.

Así, las familias tendrían siglos para devolver el préstamo con la futura aportación económica de nietos, bisnietos y tataranietos por venir, garantizando el bienestar de generaciones de indígenas y castellanos. La solución, pues, existe, y solo necesitaría de una poca voluntad política.