Resulta evidente, y cada día surge una nueva demostración, que las movilizaciones reequilibran las circunstancias y, sí, cambian la realidad concreta. Hace una semana el ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón, le explicaba a un periodista de El Intermedio las razones por las que se oponía a frenar los desahucios y a apoyar una iniciativa de un grupo de jueces y magistrados del CGPJ. "No se pueden poner dificultades a los bancos para que concedan créditos", vino a decir. El ministro de Justicia confesó en televisión, ante todos los españoles, que promovía una injusticia como si fuera lo más natural del mundo. Como los bancos que reclaman el desahucio a los jueces no aceptan soluciones que favorezcan a sus clientes, hay que hacer lo que digan.

Menos mal que los más listos de la clase le han visto las orejas al lobo. Los suicidios, las huelgas de hambre, los vecinos que hacen una piña con los que son lanzados sin piedad de sus casas, y sin que se les reconozcan los derechos constitucionales que les amparan, la imagen de policías vestidos como 'robocop' y porra en mano enfrentándose a mujeres llorosas, algunos curas alineados con sus feligreses... El desplante de Gallardón, siempre atildado y muy seguro de sí mismo, diciendo cosas tremendas como si fuera lo más sensato y social, fue contestado por una parte importante de la carrera judicial, que empezó a interpretar a favor de las víctimas la caduca ley de 1909 que rige este procedimiento.

Los dos grandes partidos, el PP y el PSOE, dejan atrás las reticencias anteriores, incomprensibles si en verdad no están condicionados por los lobbis, y han llegado a un acuerdo urgente para frenar lo que es un auténtico escándalo, con efecto acumulativo bola de nieve que se les echa encima. Los medios informativos han sido clave: aparte de escuchar a los inocentes que se ven durmiendo en la calle o por ingenuos, o por engañados o por mala suerte, pero contra su voluntad y sin haber mala fe, se han visto y oído los chanchullos de subasteros y financieros para hacer caja con la desgracia. Viviendas que se adquieren en la subasta por 20.000 euros y que se pretenden vender diez minutos después al propietario despojado por 40.000.

Algunos ayuntamientos, como el de Santa Cruz de Tenerife, han comenzado a liderar la protesta social, retirando sus fondos de las entidades que acudan a este expeditivo y cruel -por ciego- sistema de cobranza. Ni los populares ni los socialistas -que en su día se opusieron a la dación en pago- han querido que les arrolle un tsunami que ya se ve nacer en el mar de la crisis.

El 15-M, el 25-S, todas esas movilizaciones ciudadanas lo son no contra la política en abstracto, sino contra la perversión democrática que afecta cada día a la vida y hacienda de los ciudadanos más desfavorecidos. No es lógico que el esfuerzo nacional para salvar a los bancos de su incompetencia y de los resultados de su codicia -el sabio refrán advierte de que la avaricia rompe el saco- no tenga su continuación natural en el rescate de las economías familiares que se han visto afectadas por la burbuja inmobiliaria. No es verdad que la gente haya vivido conscientemente por encima de sus posibilidades; autoridades y banqueros proclamaban que esas eran exactamente sus posibilidades, y que si no las aprovechaban eran idiotas y traicionaban, consumo por medio, el interés general de todos los españoles.

Hasta la abogada general del Tribunal de Justicia de la UE ha detectado abusos en la ley española de desahucios; unos abusos, caldo de cultivo de trapacerías y corrupciones varias, que ya eran viejos conocidos de la opinión pública nacional.

En la primavera de 2009 un agente judicial, con un abultado fleje de sobres en mano, comentaba con asombro en la ventanilla de información de la Supercomisaría de Las Palmas que estaba "asustado" por el volumen de notificaciones, que crecía sin parar. LA PROVINCIA publicó ya en aquel entonces varias informaciones al respecto.

La presión social ha conseguido alcanzar su objetivo, neutralizando la insensibilidad de los poderosos y advirtiendo a los partidos del coste de la inacción; y ha demostrado una vez más que la reivindicación y el movimiento engrasan los ejes de la democracia.