En este día inmediato a la pérdida de José Alonso he tratado de indagar en la fuente del dolor ante la partida de un ser tan cercano. Y aun considerando el morir como un hecho humano e inexorable, he concluido que la tristeza surge porque la muerte, aparte de romper una costumbre de amistad y de trato inmediato, nos cercena la posibilidad de la palabra, la comunicación y el intercambio de pensamiento. En las fechas de duelo, de manera rutinaria marcamos un número, pero al otro lado ya no responde ni la madre ni el compañero. El ramalazo que nos ha dejado la partida definitiva de nuestro amigo es justamente porque hemos perdido para siempre la fuente de su palabra.

Y quiero centrarme en este aspecto de su biografía porque en Pepe Alonso la palabra ocupó el centro de su vida. Cultivó su etimología en las clases del viejo Seminario, y escrutó el alma de cada significado con profesores de lenguas clásicas y viejos maestros de las humanidades que, aun en el marco de una filosofía escolástica, abrían el pensamiento y la reflexión a caballo entre la metafísica, el juego de los silogismos y la justificación argumentativa de la fe.

Toda esa palabra, convertida en estudio teologal, la puso en práctica en múltiples vertientes de sus relaciones sociales y formativas, y en una primera etapa de su biografía logró llevarla al campo de la pastoral juvenil. Pero pronto, tras la creación de la ULPGC, la condujo al ámbito de la reflexión filosófica, creando el escenario del Aula Manuel Alemán, un espacio donde profesorado, alumnos, grupos cristianos, creyentes y no creyentes buscaban respuestas, desde la antropología, la reflexión y el diálogo, a sus inquietudes profesionales y vitales. Un oasis de pensamiento progresista en nuestra sociedad mercadeada.

Pepe convirtió su palabra en memorable texto oral, en las prédicas solemnes de las antañonas fiestas de San Pedro Mártir, con el propio obispo Pildain como oyente y vigilante de un clero joven formado en la égida de sus dotes eclesiales; en el Cristo lagunero o en el púlpito de nuestra Virgen del Pino. No faltaba su palabra agasajadora en las celebraciones de las liturgias familiares. Y realzó su dicción en el pregón festivo de La Cuevita de Artenara y, en el último septiembre, en la tribuna de la plaza de Teror, un altavoz de sentimientos sublimes que, con su mensaje poético y crítico, tocó el corazón de los isleños de nuestra Gran Canaria.

Nuestro amigo Pepe modeló su palabra, desde una exquisita sensibilidad, en la dimensión literaria, en un primoroso texto cargado de imágenes, retratos, rostros y paisajes como es La Cueva de la Cumbre. Artenara en blanco y negro, y luego en el sugerente libro Los gatitos, una producción a caballo entre el ensayo socioeducativo y sus recuerdos del Seminario. En estas obras, cultivó un estilo metafórico, lleno de plasticidad expresiva, por donde siempre aflora una rendija que enciende la inquietud del pensamiento. Sin embargo, es el ensayo Desde el borde de tu existencia, escrito con su cuerpo asaetado por el dolor el que ofrece el testimonio más profundo del vivir en cristiano.

Pepe Alonso estaba en la órbita de una acción pastoral concreta, dirigida a los jóvenes y al ámbito universitario, en el marco de lo que podría ser la clase social dirigente. Y es que, aun siendo hombre de pueblo, en la perspectiva que ofrecen sus orígenes en la Villa de Arico, al sur de Tenerife, y la sencillez de la cumbre de Artenara, en sus planes eclesiales no llegó a abordar la feligresía popular ni el trabajo en parroquias con desarticuladas problemáticas sociales, porque creía que su pensamiento y los intereses pastorales no tenían que descuidar las vertientes intelectual y profesional en las que también habría de cimentarse una iglesia que ha tenido que adaptarse sucesivamente a los tiempos modernos. En ese sentido, siempre fue un adelantado en la investigación del pensamiento social, y en esos ámbitos concretos siempre llevó la antorcha por delante. Esa era su parroquia.

Por obligaciones de oficio, el mismo día que una multitud de amigos acudía a decirle el último adiós a Pepe Alonso, el cronista deambulaba por las calles del pequeño casco de Artenara. Caía una llovizna otoñal, y los pinares del entorno salmodiaban músicas informales. La puerta verde de su casa, debajo de la torre y la campana de San Matías, estaba cerrada. Y en el recuerdo, única ventana que ahora nos queda abierta, se agolpaban las vivencias del viejo secretario municipal, su padre; los olores de los fantásticos bollos de doña Amalia, su madre; el estilo de las palabras de Pepe, las teologales y las domésticas, las del cuento bien narrado y las de aliento a los jóvenes en los momentos de penumbra. Pero ya todo esto es un cúmulo de ausencias en el paisaje humano de la plaza de Artenara. Pepe Alonso vino al mundo a cumplir con la misión de explicar la tolerancia y propiciar el diálogo plural con una multitud de amigos. Y ahora, cuando se ha marchado, podemos comprobar que se ha ganado el mérito de que, a coro, todos le digamos gracias.