Los fanáticos del Tea Party adherían a sus todoterrenos la pegatina "Haz sonar la bocina si estoy pagando tu hipoteca", como protesta ante la intromisión estatal en cuestiones bancarias.

En nuestro país, España, las tímidas medidas paliativas contra las víctimas de desahucios terminales han aflorado las quejas sobre hipotecados que se han comprado un coche de alta gama, en vez de atender a su compromiso inmobiliario.

Aparte de que los motorizados habrían ayudado a la necesitada industria auto-movilística española, las crí-ticas agrandan la sorpresa de que una inmensa mayo- ría de ciudadanos -más del 90 ciento en todas las encues-tas- hayan denunciado el abusivo procedimiento de expulsión domiciliaria, a sabiendas de que el desalojado no puede alegar la inocencia absoluta. En contra de las acusaciones de egoísmo universal, se admite un perjuicio propio para no avalar un tratamiento impropio.

El desahuciado no es un santo, pero avalar los desahucios en el formato Guantánamo que aplaudía el PP / PSOE equivale a disculpar la tortura porque el torturado no observaba una conducta intachable.

En primer lugar, el riesgo de impago ha de ser evaluado preferentemente por la entidad bancaria que compromete el dinero ajeno en un préstamo.

Además, entre los hostiles al alivio hipotecario han de encontrarse forzosamente fumadores y personas con sobrepeso, que tampoco deben aprobar el uso de recursos públicos para sufragar las consecuencias de sus hábitos.

El escepticismo dominan-te no puede ocultar la evi-dencia de que los desahu-cios han contribuido a aflo-rar una semilla de solidaridad, entendida como el sa-crificio de una cuota de bienestar en favor de quienes atraviesan circunstancias todavía más onerosas.

Con el dato adicional de que el ejemplo de sensibilidad aflora en una sociedad estrangulada por los recor-tes, y después del bárbaro vaciado de las clases medias. Rajoy ha tranquilizado a los mercados, lo cual indica que descargará el gesto solidario sobre quienes se han atrevido a ejercer este vicio imperdonable.