Resulta como menos curioso o triste, depende de la mirada, observar la preocupación institucional por los desahuciados al tiempo que se desmonta por doquier el sistema de protección social de los españoles. Visto así, el contubernio de jueces, gobierno y banca para paliar el mal de las hipotecas devoradoras no deja de ser un sarpullido pequeñoburgués, caritativo, ante una realidad que amenaza con salpicar la conciencia de los poderosos, o en su defecto, con la quema indiscriminada de sucursales bancarias. Aquí no hay que dejarse llevar al cien por cien por la creencia de que el drama social ha removido los sillones de los despachos para perfilar un ataque ético: ¡que hay suicidios! No, más bien se está ante el afloramiento de las consecuencias de un procedimiento legal dudoso, ventajoso para el aparato bancario y susceptible de condena ante un tribunal supranacional. La tibieza del decreto domeñado entre las partes era de esperar: el ocultismo, la endogamia, el favoritismo y la liberalidad sin ton ni son de la banca nacional estaba en juego, en definitiva la usura de la que todos nos percatamos desde que ponemos los codos sobre el mostrador de la entidad. La mejor medicina es hacerlo todo on line, el auténtico antídoto contra la idea de coger al mancebo de turno por las solapas. El saqueo al bolsillo con porcentajes ponderados, cláusulas suelo, imposición de seguros de vida y hogar a cambio del capital, gastos miles por cancelaciones... ¿Quién no ha tenido delante una factura plagada de conceptos varios tras la firma de una hipoteca? La gran mayoría ha preferido callar y hurgar en la cartera, pues ¿cómo enfrentarse a una bestia con tanto arte para hacer y deshacer? Los usuarios organizados han reclamado en el Banco de España, han ofrecido conferencias sobre los abusos y han puesto demandas en los juzgados que se eternizan en el tiempo. Los partidos políticos, conquistados por el ambiente febril de a una, dos o tres hipotecas por familia, ni se interesaron por el asunto. Nadie quiso romper la vajilla en medio de la fiesta.

Pero llegaron los suicidios. Poner punto y final a la propia vida. Ha sido, en esencia, el aldabonazo, la guinda que le faltaba a la tarta. La protección de un país puede desmelenarse, caer como la ropa interior ajada hasta los mismos tobillos, pero otra cosa es llevar sobre los hombros el peso histórico de familias cuya felicidad ha sido fumigada por el desinterés del gobernante. En la crisis del 29 los ricos se tiraban desde los rascacielos agobiados por las pérdidas de la bolsa. En La uvas de la ira Steinbeck relata el gran éxodo de los estadounidenses a la búsqueda de la comida por inmensos y piojosos campos de trabajo. Los suicidios de los pobres no eran noticia y los de los ricos quedaban solapados bajo la intimidad familiar, cubiertos de inmediato por la vergüenza. Ahora, sin embargo, el suicidio, pese a ser de un trabajador, alcanza publicidad y está vinculado a una hipoteca, a la imposibilidad de afrontar la deuda. Los servicios sociales, recortados entre Rajoy y Merkel, van camino de convertirse en testimoniales. Los psiquiatras y psicólogos están de más. Ahora hay héroes que les estampan la puerta en la cara a los omnipotentes directores de los bancos. Atención: ¿qué ocurriría si el abanico de instituciones decide retirar sus cuentas a la vista de su falta de sensibilidad con los endeudados? El caos...

La víctima del desahucio, carne del alquiler social (si se lo aceptan) o luchador por la dación en pago (si la logra), no es un intitulado carente de lecturas ni un indocumentado semianalfabeto. La caída en picado de la clase media, su precarización, tiene a la hipoteca como pieza angular. El nivel cultural de los afectados constituye una ventaja de cara a la movilización, al acceso de la información, al encuentro de soluciones jurídicas y judiciales, a conseguir el amparo de determinados estamentos profesionales, a disponer del apoyo de organizaciones sociales... Quizás por primera vez está el sistema bancario ante una papeleta tan crucial, tan llena de vericuetos, que no tendrá más remedio que renunciar a sus criterios de máxima rentabilidad caiga quien caiga. La patronal del sector, a la vista del estado de crispación que suscita, sólo se ha atrevido a decir que serán ellos los que tengan que afrontar los gastos derivados de la clemencia intermedia del decreto de Rajoy. En la misma dirección, han recordado que desde hace tiempo renegocian las condiciones hipotecarias con las familias, y que entre el global de desahucios se encuentran segundas residencias, locales comerciales o plazas de garajes. Probablemente sea así, porque de otra manera, y dado lo inabarcable del paro, la coyuntura con respecto a la vivienda hubiese sido ya de verdadera excepcionalidad social. En todo caso, ello no sirve para echar una sábana impoluta sobre la indefensión a la que se han visto sometidos los consumidores, ni tampoco para pasar una capa de pintura impermeable sobre la codicia de enchufar hipotecas imposibles a clientes en situación laboral transitoria. La banca no se puede largar de rositas tras décadas de bonanza. Nadie se dedicó a la prospectiva, y menos encima del mullido cojín del bono o el superbono, o la superprejubilación.

Igual que la Transición tiene su épica en la generación que logró el diálogo democrático, corresponde ahora al arco parlamentario, a los banqueros influyentes (que lo son todos), a los empresarios de éxito, a los sindicalistas, a los escritores, a los filósofos, a los periodistas... Corresponde a todos levantar un discurso épico para la desgracia que nos ha tocado: ya no se trata de trabajar una hora más todos los días, ni tampoco de echarnos la culpa sobre las causas, ni mucho menos de que cada autonomía haga de su capa un sayo... Se trata de encontrar la solución para que miles de familias alcancen el sosiego, tengan a mano una alternativa no marginal para seguir adelante, puedan defenderse, tengan a su disposición interlocutores cualificados... Para malestar de unos y de otros, sobre todo para los cercanos, ha sido el suicidio, el dilema último ante la vida, lo que ha destartalado lo que prometía ser un paseo militar sin himnos ni taconazos. El propio aparato del Estado, desde sus entrañas, le vio las orejas al lobo.