En el ritual de ordenar y desahuciar libros volvió a mis manos la admirable crónica periodística Ficción española surrealista de Tenerife de Domingo Pérez Minik, un testimonio en primera persona sobre el grupo de Gaceta de Arte y su logro de celebrar en la isla del Teide la primera exposición surrealista en España (1935) con la presencia (escandalosa, perturbadora para la época) de André Breton y Jacqueline, y Benjamín Péret. El delicioso texto, publicado por primera vez en Tusquets (1975), transpira la euforia de un activista que es consciente de estar inmerso en un momento histórico, imborrable para la Historia del Arte y también para descifrar la aportación de determinados nombres propios a los que ningún temporal de viento puede arrasar. Ni que decir tiene que el libro volvió al instante al estante de los títulos más apreciados. Hablo de la edición de La Caja Literaria, ilustrada en la cubierta por Arlequín de paz, de Juan Ismael. Detalles, en todo caso, que podrían ser catalogados de excentricidades entre la voluptuosidad rampante de la era digital, dispuesta a poner sello de caducidad a casi todo, es decir, la categoría de vintage, entre la antigüedad y la actualidad desbordante del calendario.

La sequedad presupuestaria con la cultura, su situación más que ultimísima en la escalera de las prioridades, su coyuntura de expediente frágil y vulnerable frente a necesidades más humanas, su utilización todavía como barniz oportunista pese a lo complejo que es rescatar un euro para tal menester... Todo ello ha convertido la acción de alimentar el espíritu con una obra de arte, un concierto o un libro en una verdadera heroicidad, en una bohemia adaptada al siglo XXI donde los artistas, los escritores, los arquitectos y los gestores hacen malabarismos para poder exponer sus obras en galerías, publicar un libro de poemas, rodar una película o un documental, mantener un despacho abierto... En definitiva, no caer en el ostracismo o en el silencio que no volvió a oír más un ruido a su alrededor. Es verdad que tras la saturación, el evento tiene ahora un sabor distinto, una pátina extraña: el creador, su entrega, resulta más admirable, más valorada, menos confundida entre los fuegos artificiales que fusionaron la cultura con el espectáculo. ¿Pero no tendrá un coste muy alto esta especie de saneamiento con aires prusianos? ¿No será una demolición en toda regla de las estructuras? Podría ser que esta bohemia provocada por la agonía de la subvención pública nos traslade una vez más al sobreviviente vestido de prestado, con deuda en la pensión y hundido en la mendicidad de un Max Estrella de Valle Inclán. O a casos menos desdichados como el de nuestro cercano Alonso Quesada, que sucumbió a la amargura por no ser un escritor libre por culpa del jefe británico que lo enfermó como oficinista de la libra esterlina y del funambulismo imperialista.

La involución no es sólo presupuestaria sino también de espíritu, ya porque se carece de él o bien porque se es incapaz de dar un puñetazo en la mesa. O peor aún: la incapacidad manifiesta para aportar algo a la sociedad que lo colocó en la institución. De otra manera no se puede entender la solemne estupidez de dejar pudrir la falta de personal de la sala de investigación del Archivo Histórico Provincial Joaquín Blanco. Gracias a que su director, Enrique Pérez Herrero, no es ningún burócrata sedentario y anunció el cierre del servicio ante la dejadez institucional. Si el puesto hubiese estado ocupado por un manso, el Gobierno de Canarias hubiese procedido y adiós a las consultas y a un trabajo constante desde los años cuarenta con héroes como Néstor Álamo, que habló a Matías Vega de la necesidad de un archivo para evitar que los ratones engordaran con los legajos, o el mismo Joaquín Blanco o ahora Pérez Herrero, que lo defiende ante una generación de gestores para los que estos asuntos es mejor taparlos.

Yo podría hablar aquí del entusiasmo con que Manolo Ojeda, Saro León o Javier Betancor atacan el día a día con sus galerías de arte en el centro de la ciudad, expuestos al mercado y a sus caprichos. Daría la vuelta a la esquina, y me encontraría con Pepe Rivero, que paga con su bolsillo el sostenimiento del Museo Domingo Rivero, su abuelo. Y podría seguir con la gente que se pelea todos los días con la punta de la pirámide de sus instituciones o sus fundaciones para sacarles los cuartos, y evitar así que el desierto se haga con el ambiente y todo acabe siendo un jardín muerto de sed... Sin embargo, por respeto a los siglos, y también por encontrar en sus últimas peripecias un paradigma de la indiferencia cultural, me voy a referir con mayor amplitud al Museo Canario y a la costra de economía de guerra que arrastra sobre sus legendarias paredes. No me voy a centrar en la impresentable multa que le puso el Ayuntamiento por el estado de la fachada de su edificio de la calle San Bernardo, una sanción que muestra a la bestia implacable de la recaudación (31.000 euros) y de paso a la inmisericorde posición ante el mundo de los que mandan sobre ella. Equidistantes multones sin sutileza alguna, pero también roñosos usureros a la hora de ofrecer al Museo Canario (en verdadera desesperanza) su subvención anual.

Estos comportamientos destrozadores, que era a lo que iba, me llevan en dirección contraria al doctor Chil y Naranjo, un héroe cultural que hizo testamento a favor de su Museo Canario, fincas y casa principal de la institución. En la misma línea, Endesa les donó el inmueble de San Bernardo, que ahora trata de vender la entidad museística para acabar su proyecto de ampliación, equipamiento y conexión con la nueva sede de Nieto y Sobejano. Un propósito que se ha convertido en imposible, muy cuesta arriba para su director Diego López. No son tiempos para adquisiciones, pero tampoco lo eran para el médico fundador de este gabinete que nos lleva a las profundidades de Canarias. Su voluntad para desprenderse de lo que obtuvo en vida contrasta con la falta de respuesta que, en 2012, encuentra la alternativa al secano presupuestario de las administraciones. Hasta que llegue la hora, sólo esperar que el moho y la oscuridad no cubran las paredes y las salas del edificio levantado en el barrio de Vegueta. Inexplicable.